Seguimos meditando el capítulo 17 del evangelio de San Juan. Antes de que llegue la hora de su Pasión, Jesús se dirige al Padre y le dice: “Yo te glorifiqué en la tierra habiendo terminado la obra que me diste que hiciera.” (Jn 17,4).
Jesús actúa en Nombre del Padre Celestial y nos muestra así hasta qué punto Él se preocupa por nuestra salvación, entregándonos su amor hasta el extremo: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único” (Jn 3,16). ¡Esta es la gran obra de la Redención!
“¿A quién enviaré?” –pregunta el Señor a Isaías (Is 6,8). En los tiempos de la Antigua Alianza, Dios se hacía presente en los profetas para manifestar a los hombres su Voluntad. Pero cuando el Padre quiso realizar la obra de la redención, no pudo enviar a nadie sino a su Hijo Unigénito. ¡Dios mismo consumó la obra de la salvación! Nadie más que Él mismo pudo haber cancelado la deuda de la humanidad y borrado su culpa (cf. Col 2,14). Nadie más que Él pudo haber pagado el precio de rescate para liberarnos de la esclavitud. Nadie más pudo habernos revelado el amor del Padre así como lo hizo Él mismo al enviarnos a su Hijo.
Así, el Hijo glorifica al Padre en todas sus palabras y obras. Y Él lleva a término la obra que le ha sido encomendada. Nada ni nadie puede detenerlo: ni el miedo al sufrimiento que atraviesa en Getsemaní, ni el indignante trato de parte de aquellos a los que vino a redimir, ni el rechazo de su amor… Jesús lo soporta todo con la mirada puesta en su Padre y bajo encargo suyo.
La Cruz es la irreversible victoria del amor de Dios. El Padre Celestial nos ofrece las fuentes de la salvación. Del Corazón de su Hijo hace brotar para nosotros un manantial de amor, que se convierte en fuente de salvación. ¡Lo único que tenemos que hacer es acudir a ella y beber!