Jn 3,13-17
Lectura correspondiente a la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz
Jesús dijo a Nicodemo: “Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo: el Hijo del hombre. Y, del mismo modo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga en él vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.”
En estas breves palabras, encontramos una síntesis del mensaje del evangelio. ¡A Dios Padre le corresponde toda gloria, y a su Hijo amado, que ha venido al mundo para glorificar al Padre y redimir a los hombres!
Al meditar sobre la Cruz de Nuestro Señor, en primer lugar hemos de contemplar, junto a Jesús, el amor del Padre Celestial. Todo procede de Él, y Jesús quiere que interioricemos esta verdad. ¡Fue el amor del Padre el que movió a Jesús a venir al mundo, y Él actuó bajo encargo de este amor!
La motivación de nuestro Padre resuena aquí con toda claridad: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo unigénito”. Así, podemos echar una mirada profunda al Corazón de nuestro Padre.
El mundo no suele ser el sitio donde a Dios se le ofrece la debida veneración ni la amorosa obediencia; sino que a menudo es el lugar donde se le da la espalda; un mundo de pecado y rebelión. Entonces, Dios envía a su Hijo a un mundo que le es hostil, poniendo así por obra todo aquello que el Señor nos dice en el sermón de la montaña con respecto al amor a los enemigos (cf. Mt 5,38-48).
Dios mira al hombre como a su oveja perdida, que se ha extraviado. Él quiere salvarlo de la condenación eterna. Sin dejar de considerar la fealdad y el horror del pecado; más aún, asumiéndolo Él mismo en los padecimientos de su Hijo, su amor está siempre dirigido a la salvación de la persona. Su actitud es como la de quien besa a un leproso, a pesar de que su apariencia física sea chocante y espantosa. ¡Pero el amor lo supera todo y es capaz de un gesto de afecto tal!
Así el amor de Dios nos besa, cuando el Santo de Dios, el Hijo de Dios mismo, se abaja a nosotros, los hombres, leprosos a causa del pecado. Las culpas de los hombres son perdonadas por medio de Él, y el Espíritu Santo empieza a limpiar en lo profundo la lepra que hemos contraído a causa del pecado, que nos desfiguró.
Si contemplamos la Cruz desde la perspectiva del amor de Dios, seguirá siendo un acontecimiento terrible, pues el hombre, en su ceguera, fue capaz de condenar y matar a Dios mismo en la Persona de su Hijo. Sin embargo, la malicia queda eclipsada ante el hecho de que el Señor, con su muerte voluntaria, ofrece la salvación a la humanidad. El acto de amor prevalece sobre el acto de odio que se manifiesta en el suceso de la Cruz.
La malicia del Diablo junto a sus enceguecidos colaboradores puede maquinar y realizar tanta desgracia; pero, a fin de cuentas, prevalece Dios y su deseo de salvar. Así, la Cruz se convierte en signo del triunfo del amor. Por eso la Cruz ha de ser erigida de forma visible en todas partes del mundo, como señal de que el amor de Dios vencerá. La Cruz se convierte en una especie de amenaza sólo cuando lo que se ambiciona como sumo bien no es la verdad y el amor, sino el dominio para uno mismo.
La Iglesia ha de permanecer fiel a su encargo de anunciar a Jesús como Salvador del mundo. ¡Esto es para Ella un honor y una santa obligación! Nunca puede dejarse nublar por especulaciones mundanas, por absurdidades teológicas, por respetos humanos o errores. Precisamente en la Cruz resplandece con tanta intensidad la sabiduría de Dios, que Pablo ya no quiso anunciar más que al Crucificado (cf. 1Cor 1,23).
En efecto, la Cruz es la incomparable victoria del amor de Dios sobre la oscuridad del pecado. Sólo nos queda agradecer a Dios con todo nuestro corazón, con amor y reverencia, y adorarle y servirle.