Lc 9,22-25
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “El Hijo del hombre debe sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; lo matarán y resucitará al tercer día.” Decía a todos: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame. Porque el que quiera salvar su vida la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si se destruye a sí mismo o se pierde?”
En el comienzo de la Cuaresma, la Escritura nos revela el camino del Señor: Él tiene que atravesar la Pasión y la Muerte para llegar a la Resurrección.
También nosotros, que seguimos al Señor, queremos ir conscientemente en pos Suya en este camino. De hecho, el sufrimiento hace parte de nuestra vida. Por más hermosa que sea la vida, nadie pasa por ella sin sufrimiento, ya sea el propio o el de otras personas. La vida humana trae ya en sí misma la dimensión del dolor, puesto que hemos nacido con el pecado original, es decir, separados de Dios y carentes de la visión beatífica. Muchos esfuerzos y penurias yacen en el camino (cf. Gen 3,16-19): los hijos nacen en medio de los dolores del parto; la vida está amenazada por la muerte; la edad cobra su tributo…
Pero, ¿cómo afrontamos esta realidad? ¿Es una vida que simplemente pasa y nos lleva, mientras que nosotros somos meros espectadores pasivos de los sucesos que ella trae consigo?
¡Jesús nos invita a entenderlo de otra forma, y a optar por un camino distinto! ¡Él nos llama a ser Sus discípulos! Debemos compartir Su vida, y no la vida que el mundo nos ofrece.
El Señor entra en nuestra vida, y la hace Suya. Esto es lo que creemos por fe, y es lo que sucede sacramentalmente en el Santo Bautismo. A partir de ese momento, toda nuestra vida ha de estar sumergida en la vida divina (cf. Rom 6,4), y ha de desplegarse como la vida del Señor mismo.
En sus cartas, San Pablo expresa repetidamente este misterio: “Ahora estoy crucificado con Cristo; yo ya no vivo, pero Cristo vive en mí.” (Gal 2,19b-20a). O en otra parte escribe: “Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él.” (Rom 6,8)
En el evangelio que hoy hemos escuchado, Jesús nos muestra cuáles son las condiciones para que Su vida pueda desplegarse en nosotros: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame”.
Una de las condiciones es la negación de sí mismo. Se trata de que no vivamos nuestra vida según las apetencias de nuestra naturaleza caída. No se trata de que cada cual viva “su vida”, disfrutando del mundo, de sus placeres y de sus seducciones, y creyendo en sus promesas de felicidad. ¡No! ¡Es vivir la vida del Señor en nosotros, y ésta se convierte en nuestra verdadera vida!
Esto no significa que haya que practicar una ruda ascesis que no nos permita ningún gusto. Pero hay que estar conscientes de que todos los placeres y anhelos terrenales pueden fácilmente convertirse en plagas, cuando ocupan un lugar demasiado importante en nuestra vida. Pensemos, por ejemplo, en el deleite del vino. Si se lo toma con mesura, alegra el corazón del hombre (cf. Sir 31,27-28); en cambio, si se lo toma desmedidamente, sus efectos serán destructivos (v. 29-30).
Si recorremos el camino de la negación de sí mismo y nos sometemos al suave yugo de Jesús, recibiremos verdadera libertad y verdadera felicidad.
La negación de sí mismo en el seguimiento de Cristo consiste en procurar hacerlo todo para la gloria de Dios, así como Jesús glorificó al Padre en todas sus palabras y obras. Entonces, ya no se trata de buscar mis propios intereses; sino aquello que le dé gloria a Dios y que sirva al prójimo. ¡Esto sería un verdadero “cambio de paradigma”, para la persona que hasta el momento vive según la carne!
La otra condición que aquí menciona el Señor para seguirlo, es la aceptación consciente de la cruz. Esto incluye, por una parte, la aceptación de las “cruces de la vida” –como podríamos llamarlas–; es decir, aquellas que se relacionan con nuestra imperfecta existencia terrenal, así como también el Señor quiso asumir la condición humana (cf. Fil 2,6-8).
Pero luego están también las cruces que tenemos que cargar por el hecho de ser cristianos; por dar testimonio de la verdad y experimentar que ésta es rechazada. Pero son precisamente éstas también las cruces del Señor, quien vino como luz a un mundo de tinieblas y los Suyos no lo recibieron (cf. Jn 1,11).
El Señor pide negación de sí mismo y seguirlo hasta la cruz.
Son palabras que, en un primer momento, podrían asustarnos un poco. Pero cuanto mejor las entendamos, tanto más descubriremos su profundidad, nos traerán paz interior y nos harán crecer en el amor, en el camino de seguimiento del Señor.