“Nos llamamos hijos de Dios, ¡y lo somos!” (1Jn 3,1).
Ser hijos de Dios es una gran predilección suya por nosotros, y a esta dignidad están llamados todos los hombres. Así, el Padre une a los hombres en sí mismo. Él es el verdadero fundamento de la unidad de la humanidad; una unidad que los hombres buscan de tantas diversas maneras, pero que jamás podrán alcanzar si no la cimientan en Dios. La unidad entre todos los hombres radica en Dios mismo y sólo podrá hacerse realidad en la medida en que nosotros vivamos realmente como hijos suyos. El Profeta Malaquías nos dice:
“¿No tenemos todos nosotros un mismo Padre? ¿No nos ha creado el mismo Dios?” (Mal 2,10)
El camino hacia la unidad nos ha sido trazado por el Padre Celestial, que envió a su Hijo para redimirnos, para restaurar la unidad paradisíaca perdida, tanto del hombre con Dios como de los unos con los otros.
Si Jesús nos asegura que Él mismo es el camino y que nadie llega al Padre sino a través de Él (Jn 14,6), entonces esta invitación a volver a la casa del Padre se dirige a todos los hijos perdidos. Sólo tienen que ponerse en camino e ir al encuentro de su Padre que les espera. Él nunca los ha abandonado; sino que, movido por su amor, ha salido a su encuentro y los ha rescatado del alejamiento de Dios, aun a precio de la muerte de su Hijo Unigénito, porque Él es nuestro Padre.
Si nosotros, los hombres, sufrimos bajo el flagelo de las guerras y discordias, esto tiene una razón principal: No vivimos de acuerdo a los preceptos de Dios, o al menos no lo suficiente. Esto podemos constatarlo ejemplarmente en la historia del Pueblo de Israel, pero cuenta del mismo modo para todas las naciones.
Por tanto, también queda claro cuál es, a la inversa, el camino hacia la verdadera paz y unidad entre los pueblos. Si vivimos en conformidad con nuestro Padre y acogemos su gracia, nos volvemos capaces de amar y vivimos en la verdad. Y es en Él –en el Padre– en quien encontramos la verdadera unidad. Es así de sencillo, aunque a menudo estemos tan lejos de alcanzarlo.