Ez 43,1-7
En aquellos días, el ángel me condujo hacia el pórtico que miraba a oriente: vi la gloria del Dios de Israel que llegaba por la parte de oriente; emitía un ruido como de aguas caudalosas, y la tierra resplandecía de su gloria. Esta visión era como la que yo había tenido cuando vine para la destrucción de la ciudad, y también como lo que había visto junto al río Quebar. Entonces caí rostro en tierra.
La gloria de Yahvé entró en el templo por el pórtico oriental. El espíritu me levantó y me introdujo en el atrio interior, y advertí que la gloria de Yahvé llenaba el templo. Oí que alguien me hablaba desde el templo, mientras el hombre permanecía junto a mí. Me dijo: “Hijo de hombre, éste es el lugar de mi trono, el lugar donde se apoya la planta de mis pies. Aquí habitaré en medio de los israelitas para siempre.”
¡La gloria del Señor! La Sagrada Escritura nos la describe a través de muchas visiones, y suscita siempre una gran reverencia en aquellos que la experimentan.
La verdadera reverencia es uno de los pilares indispensables para la actitud apropiada frente a Dios. Un hombre irreverente pierde la sensibilidad hacia lo santo, el sentido de la adoración, el asombro ante las obras de Dios, donde sea que se manifiesten…
Entonces, ¿en qué consiste la verdadera reverencia y en qué se distingue de las distorsiones de la misma?
En primer lugar, detengámonos en la reverencia ante Dios, pues ésta definirá todas las otras formas de reverencia que hemos de tener ante las distintas realidades de la vida. La reverencia ante Dios radica, por una parte, en nuestra condición y limitación de criaturas, que se encuentran a sí mismas frente a un Dios a quien no pueden captar con sus sentidos. Nuestra evidente limitación se ve confrontada a la infinitud de Dios; nuestra naturaleza de criaturas, al Creador; nuestra ignorancia, a la omnisapiencia de Dios; nuestra pecaminosidad, a Aquel en quien no hay mancha ni pecado.
Ante esta realidad, pueden surgir diversas reacciones equivocadas: Se puede simplemente evadirla y no percibirla, pasarla por alto y, en consecuencia, no dar la respuesta adecuada que esta realidad nos exige. Incluso se puede llegar a luchar contra esta verdad, porque nos recuerda nuestra limitación y se opone a nuestro orgullo.
La respuesta correcta, en cambio, consistiría en un asombro lleno de gratitud, que gustosamente se somete a esta realidad e impulsa a expresar de todas las formas posibles el honor y la adoración que Dios merece. En la lectura de hoy, la respuesta del profeta al ver la gloria de Dios se manifiesta en estos términos: “Entonces caí rostro en tierra”. Vemos que aquí el hombre responde con un profundo gesto de reverencia. También en el Nuevo Testamento encontramos tales gestos, cuando se dice, por ejemplo, que las personas se postraban a los pies de Jesús (cf. Lc 5,8;17,16). Aquí el hombre da a entender que reconoce la grandeza de Dios, que se inclina ante ella y acepta su propia limitación. Aquí radica, pues, la segunda razón para la reverencia: Es la grandeza misma de Dios.
La reverencia, que consiste en reconocer plenamente y con libre voluntad la Majestad de Dios, también lleva al hombre a estar atento a todo aquello que procede de Dios.
En este contexto, es importante recalcar que la reverencia frente a Dios está íntimamente ligada a la dignidad de la persona. De hecho, la inclinación reverente ante Él no se produce por miedo a un tirano que podría decidir según su antojo sobre mi vida y cuya arbitrariedad es de temer. Esta forma de reverencia carecería de la verdadera dignidad, porque no es voluntaria, de manera que parece oprimir a la persona.
La verdadera reverencia, en cambio, procede de la verdad de Dios y es la respuesta digna de la criatura amada por Él. Dios no quiere falsas reverencias, que distorsionen su verdadera imagen y hagan surgir una idea equivocada de Él, quitándole al hombre su libertad. La verdadera reverencia ennoblece a la persona, saca a la luz su trascendencia y le hace entonar con toda libertad el cántico de la Creación llamada por Dios a la existencia. La falsa reverencia, en cambio, suscita desarmonías y falta de libertad, e incluso puede llevar fácilmente a la rebeldía y a la desconfianza.
Pensemos, por ejemplo, en el comportamiento que debemos tener en la iglesia, especialmente cuando el Señor está presente en el Sagrario. ¡Cuán atrayente es la actitud reverente del sacerdote, de los monaguillos y de los fieles, todos ellos conscientes de la presencia de Dios en el Sacramento! ¡Qué silencio y atención surgen aquí, y cuán fácil le resulta al Señor comunicársenos en un entorno tal! Esta verdadera reverencia ante Dios crea también una cierta unidad entre todos los fieles.
Si, por el contrario, pensamos en las actitudes irreverentes en los recintos sacros, podremos notar inmediatamente la diferencia. Mientras que la reverencia recoge y abre el corazón, la irreverencia lo dispersa y lo cierra.
Si adoptamos una actitud de verdadera reverencia ante Dios, ésta nos enseñará a ser reverentes también hacia todas las otras realidades que lleven la huella de Dios: hacia el mundo de los valores, hacia las otras personas e incluso hacia todas las criaturas de Dios. La reverencia se convierte así en una actitud básica en nosotros e incluso nos enseña a tratarnos a nosotros mismos con la reverencia que nos corresponde, en cuanto que hemos sido creados según la imagen de Dios. Nos enseñará a estar atentos, a ser cuidadosos, a hacer a un lado lo tosco en nosotros y, siempre que estemos en peligro de descuidarnos, nos recordará nuestra dignidad.
Entonces ya no querremos perder esta actitud, puesto que ella genera una verdadera nobleza interior, nos introduce cada vez más en la realidad plena de nuestra existencia y nos conduce con dignidad hasta donde sale a nuestro encuentro el inmenso amor de Dios, para que podamos experimentar llenos de gozo cómo este Dios tan imponente y majestuoso nos acoge en sus brazos y nos colma de verdadera alegría.