La verdadera paz de Cristo

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Jn 14,27-31a

Jesús dijo a sus discípulos: “Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No os sintáis turbados, y no os acobardéis. Ya me habéis oído decir: Me voy y volveré a vosotros. Si me amarais, os alegraríais de que me vaya al Padre, porque el Padre es más grande que yo. Y esto os lo digo ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis. Ya no hablaré mucho con vosotros, pues llega el Príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder; pero el mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado.” 

La paz que Jesús nos quiere regalar es una paz que el mundo no puede dar, pues es la paz que brota del corazón de Dios. Esta es la paz que San Agustín describió en estos términos: “Nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en Ti”.

¿Cuál es la calidad de esta paz que el Señor nos deja?

Puesto que el hombre ha sido creado por Dios de tal manera que esté orientado hacia Él y sólo en Él encuentre su plenitud, mientras esté en el mundo siempre le hará falta algo. Dios dispuso así el orden de las cosas para que el hombre perciba este vacío en el mundo y lo busque a Él.

La paz de Jesús está en vivir conforme a Él, en coherencia con la verdad y con el amor. Por eso el mundo no puede dar esa paz, porque es incapaz de llenar el corazón del hombre con sus ofrecimientos. Antes bien, lo dejará siempre con un gran vacío, que tal vez no se percibe inmediatamente a causa de las múltiples distracciones que el mundo ofrece. También puede suceder que, tras haber alcanzado las metas que nos habíamos propuesto, experimentemos una especie de paz o satisfacción. Sin embargo, con el paso del tiempo, el corazón notará que le falta algo más profundo y esencial.

A aquellos que tienen la dicha de vivir en esta paz les correspondería el deber de informar acerca de la fuente de paz a quienes todavía no tienen una relación con Dios. A continuación cito una parte de una revelación de Dios Padre a Sor Eugenia, titulada “El Padre habla a sus hijos”, con aprobación eclesiástica:

“Y vosotros que estáis en la verdadera luz, decidles cuán dulce es vivir en la verdad. Decid a esos cristianos, a esas queridas criaturas mías, mis hijos, cuán dulce es pensar que hay un Padre que ve todo, que sabe todo, que provee para todo, que es infinitamente bueno, que sabe perdonar fácilmente, que castiga de mala gana y lentamente. En fin, decidles que no quiero abandonarlos en las desgracias de la vida, solos y sin méritos, que vengan a mí: yo los ayudaré, aligeraré sus fardeles, endulzaré sus vidas tan duras y los embriagaré con mi amor paterno, para que sean felices en el tiempo y en la eternidad.

Y vosotros, hijos míos, que habiendo perdido la fe vivís en las tinieblas, levantad los ojos y veréis los rayos luminosos que vienen para iluminaros. Yo soy el sol que ilumina, que enciende y que calienta, mirad y reconoceréis que soy vuestro Creador, vuestro Padre y vuestro solo y único Dios. Porque os amo vengo para hacerme amar y para que seáis todos salvados. Me dirijo a todos los hombres del mundo entero haciendo resonar esta llamada de mi paterno amor; este amor infinito, que quiero que conozcáis, es una realidad permanente.”

Sólo al creer en el amor de Dios y al encontrarse con Él llegará aquella paz de la que Jesús habla en el evangelio de hoy. Cuando esto sucede, el hombre ha encontrado su sitio, aunque a lo largo de su vida, hasta la hora de su muerte, estará en un constante peregrinar.

Jesús invita a sus discípulos a unirse a su alegría de poder volver al Padre. Entonces habrá llevado a cabo su misión en la tierra e irá a prepararnos moradas en el cielo (cf. Jn 14,2). Con estas palabras, el Señor nos revela otra dimensión del amor: “Si me amarais, os alegraríais de que me vaya al Padre, porque el Padre es más grande que yo”. Entonces, si el amor desea lo mejor para el otro, los discípulos deberían comprender que su Señor ansía volver a estar con el Padre. Esta perspectiva les ayudará posteriormente a superar el dolor frente a la ausencia física de Jesús.

Esta invitación de Jesús también puede ayudarnos a superar con más facilidad la muerte de un ser querido. Recuerdo un suceso que tuvo lugar un par de años atrás. La hermana María Magdalena, miembro de nuestra comunidad, había estado gravemente enferma por mucho tiempo y cada vez nos quedaba más claro que se acercaba la hora de su muerte. Yo tuve la dicha de estar cerca de ella en la etapa final de su vida, cuando se preparaba conscientemente para morir. Solamente los últimos días de su vida yo había tenido que estar en Jerusalén. Justamente había llegado de regreso a Alemania, y me hallaba todavía en el aeropuerto, cuando me dieron la noticia de que había fallecido en paz. Esto me causó una gran alegría, pues sabía que ahora ella podía estar con el Señor, a quien tanto había anhelado. Ciertamente este es el gozo al que se refiere Jesús.

En el encuentro con Jesús y al recibir su amor obtenemos aquella paz de la que hoy hemos reflexionado, y ésta puede marcarnos hasta tal punto que incluso ya no veamos la muerte como una amenaza; sino que podemos comprenderla como el último paso que hemos de dar para retornar al Padre de Jesús y Padre nuestro, quien nos espera con brazos abiertos.