El gran anhelo de paz que habita en el corazón de tantas personas puede hacerse realidad si recurren a la verdadera fuente de la paz. Primero es necesario estar en paz con Dios, viviendo conforme a su Voluntad. Esto nos lo ofrece en su Hijo, por quien “quiso reconciliar consigo todos los seres, restableciendo la paz, por medio de su sangre derramada en la Cruz” (Col 1,20). A sus discípulos les dice: “Mi paz os doy” (Jn 14,27).
Las fuentes de la paz nos son familiares y siempre accesibles. Pero la paz no sólo debe entrar en el corazón de algunas personas; sino que todos los hombres han de recibirla.
Así nos lo da a entender el Padre en el Mensaje a la Madre Eugenia:
“Si toda la humanidad Me invoca y Me honra, haré que el espíritu de paz descienda sobre ella como rocío reconfortante. Si todas las naciones Me invocan y Me honran, ya no habrá conflictos ni guerras, porque Yo soy el Dios de la paz, y allí donde Yo esté, no habrá guerra.”
¡Esto es lo que Dios ha previsto para nosotros! El Padre siempre nos deja abierta la puerta hacia la verdadera paz. Sin embargo, esta paz no podrá reinar mientras las personas se cierren a la gracia de Dios. Los conflictos y las guerras son frutos del mal, son distorsiones de lo que debería ser una vida en la paz de Dios.
¡Pero esto no debe desanimarnos!
La verdad está en Dios. Vivir en ella, dar testimonio del Señor para que Él sea conocido, y orar por la paz es nuestra contribución a la verdadera paz. Cuando el Señor vuelva en su gloria o cuando venga a llevarnos a su Reino en la hora de nuestra muerte, quiere encontrarnos trabajando en este servicio. Allí, en la eternidad, reinará la paz que en este mundo aún debe hacerse realidad y ha de descender “sobre ella como rocío reconfortante”.