LA VERDADERA DIGNIDAD

“Él ha hecho de nosotros una estirpe real, sacerdotes para su Dios y Padre” (Ap 1,6).

¿Podría nuestro Padre elevarnos a una condición más noble que ésta? ¿Podría otorgarnos una dignidad más alta? ¡Difícilmente! Él quiere ver a sus hijos coronados de gloria y dignidad (cf. Sal 8,6), y hacerlos partícipes de su gloria. Serán reyes y sacerdotes en su Reino y brillarán como el sol (Mt 13,43).

Es su Hijo Unigénito quien “nos ama y nos libró de nuestros pecados con su sangre” (Ap 1,5). Fue Él quien nos mereció todo este honor. Por tanto, unámonos a la alabanza que resuena en el primer capítulo de la Revelación de San Juan: “A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos” (Ap 1,6).

¿Estamos conscientes de ésta nuestra dignidad? ¿Podemos mirarnos a nosotros y decir: “Sí, realmente nuestro Padre nos ha elevado a una dignidad insuperable”? ¿Podemos mirar a las otras personas y decir: “Sí, también tú has sido llamado a esta dignidad, y si sigues sinceramente al Señor, también tú formarás parte de esta estirpe real, de este reino de sacerdotes”?

¿Acaso necesitamos algo más para cobrar consciencia de este inconmensurable don? ¿Realmente tenemos que seguir buscando el honor que viene de los hombres? ¿Tenemos que demostrar ante ellos nuestro valor y buscar su aprobación?

¡No! El hombre debe vivir en la libertad de los hijos de Dios y tomar conciencia de su dignidad, que su amado Padre mismo le otorga.

También la Iglesia debe seguir estando conciente de su dignidad como Maestra y pregonera de la salvación, y no adaptarse al mundo; pues de lo contrario perdería su rumbo y también su verdadera dignidad. Ella está llamada a seguir a su Señor, que hizo a los hombres partícipes de su dignidad real para redimirlos.