“Una verdadera contrición es una segunda inocencia” (Juan Taulero).
Podemos entender bien esta frase si pensamos, por ejemplo, en el arrepentimiento de Pedro, que lloró amargamente tras haber reconocido que negó al Señor, por quien había declarado estar dispuesto a dar la vida (Lc 22,55-62). Lo que Jesús le había predicho habrá ardido en su corazón y, cuando cobró conciencia de su negación, este recuerdo y el dolor lo habrán llevado a una profunda conversión, porque amaba al Señor.
La frase de Juan Taulero es de gran profundidad. En efecto, una verdadera contrición derrite por completo el orgullo del hombre. Ya no se defiende ni justifica sus actos, sino que se entrega total e incondicionalmente a la misericordia de nuestro amado Padre y está dispuesto a todo lo que Dios quiera de él. De hecho, alcanza un estado de inocencia, porque, mediante la contrita confesión de sus culpas y la conversión, el hombre es lavado por la Sangre del Cordero y es como si volviera a nacer.
Quien haya experimentado alguna vez esa verdadera contrición habrá notado cómo un profundo dolor por el pecado y por toda actitud asociada a él atraviesa su corazón. Se trata de una gran gracia, como todo lo que nuestro Padre nos concede. Podemos pedir la gracia de arrepentirnos profundamente de todo aquello que, por nuestra propia culpa, aún se interpone entre nosotros y el Señor, todo aquello que ofende su amor. A veces, Dios incluso permite que personas que ya han emprendido el camino de la santidad caigan en un pecado grave, para que toda soberbia se derrita y el alma vuelva a revestirse de esa inocencia de la que habla Juan Taulero.