Lc 10,17-24
Regresaron los setenta y dos y dijeron alegres: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre.” Él les dijo: “Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad, os he dado el poder de pisotear serpientes y escorpiones, así como cualquier demostración de fuerza del enemigo; nada os podrá hacer daño. Pero no os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos.”
En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo y dijo: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes y se las has revelado a gente sencilla. Sí, Padre, pues tal ha sido tu decisión. Mi Padre me ha entregado todo, y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.” Volviéndose a los discípulos, les dijo aparte: “¡Dichosos los ojos que ven lo que veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron; y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron.”
Es comprensible que los discípulos se hayan alegrado al poder expulsar los demonios, pues, sin lugar a dudas, es una obra de caridad el ayudar a las personas a deshacerse de aquella plaga que los atormenta. En varios pasajes del evangelio, podemos constatar cómo las personas vuelven a su sano juicio, una vez liberadas de los malos espíritus que las poseían (p.ej. cf. Mc 5,15).
También hoy sigue siendo importante el servicio de la liberación, pues los malos espíritus siguen atormentando a las personas en este tiempo, del mismo modo como lo hacían en tiempos pasados. La Iglesia tiene la misión de vencer las fuerzas de los espíritus malignos en el Nombre de Jesús. El Señor le ha conferido autoridad para ello, y todas las potestades enemigas han de ser vencidas.
Aunque la concreta expulsión de los malos espíritus en las personas posesas suele ser tarea específica de ciertos sacerdotes delegados por el obispo, todos los cristianos pueden debilitar las fuerzas del Mal en el combate espiritual.
Para ello, un arma muy eficaz es el Santo Rosario, aquella oración tan sencilla y a la vez tan poderosa.
¿Por qué es precisamente el Santo Rosario el que tiene una fuerza tan grande contra los poderes del Mal? Por una parte, su fuerza viene de su estrecha relación con la Virgen María. A través de la constante repetición del saludo del ángel a la Virgen, se conmemora el inicio de la Redención, que tuvo lugar en Nazaret. Además, se honra de forma especial a la Madre de Dios, que acogió la Voluntad de Dios y pronunció su “sí” a favor de la humanidad entera. Al contemplar una y otra vez esta realidad, se actualiza el actuar salvífico de Dios. Al meditar los misterios de la salvación, celebramos una y otra vez la victoria de Dios sobre las fuerzas del Mal en diversas circunstancias, y con cada oración sincera se expande la luz divina.
En esta maravillosa oración encontramos todos los elementos importantes: la profesión de fe, la adoración de Dios, la oración del Padre nuestro, la meditación de los misterios de la salvación, la honra de María y la imploración de su intercesión…
Así, en esta oración, que ha de acrecentar nuestro amor a Dios y a la Virgen, se nos ha dado un arma poderosa contra las fuerzas malignas. ¡Debemos aprovecharla! Aunque no sea éste el fin primario de la oración, es un efecto suyo que no hay que despreciar, pues el Diablo debe ser debilitado para que la luz de Dios pueda alcanzar a las personas.
Los discípulos han de alegrarse por otro motivo: porque la gracia de Dios los ha encontrado y ellos le han correspondido. Dios mismo, en su infinita bondad, es la inagotable fuente de gozo, por lo que San Pablo nos exhorta a estar siempre alegres en el Señor (cf. Fil 4,4). Podemos regocijarnos porque la gloria de Cristo se nos ha manifestado, y podemos ver y oír lo que tantos profetas y reyes quisieron ver y oír.
Podemos alabar al Padre, junto a Jesús, por haber revelado todo esto a los sencillos. En el Reino de Dios no cuenta la grandeza del intelecto, ni las riquezas, ni el prestigio en el mundo; sino la sencillez del corazón, que acoge las verdades de Dios y las vive.
Muchas veces son precisamente las personas sencillas las que siguen la invitación de la Virgen a rezar el Rosario, pronunciada por Ella en varias apariciones. Si se forma un ejército de personas verdaderamente orantes, particularmente con el Santo Rosario, entonces el poder que Jesús confirió a sus discípulos se manifestará en el triunfo de las fuerzas enemigas.