En los próximos días, vamos a interrumpir nuestras habituales meditaciones bíblicas, para dar espacio a ciertos temas de la vida espiritual. Hoy empezaremos a reflexionar acerca de cómo el Espíritu del Señor puede impregnar cada vez mejor nuestra vida cotidiana, de manera que no estemos unidos a Dios solamente en nuestra vida de oración, y, en cuanto lleguen nuestras obligaciones y quehaceres, nos separen de Él.
Es un gran reto que la vida sobrenatural impregne la natural, de manera que realmente se torne en una vida espiritual. De hecho, la vida espiritual significa que sea el Espíritu Santo quien inspire y guíe toda nuestra vida; que Él asuma la dirección, de tal forma que Sus dones actúen en nosotros y nos transformen.
Para ello, una de las tareas que tenemos es la de impregnar la vida cotidiana con el Espíritu de Dios. Todos conocemos lo que es la “buena intención”, que consiste en procurar hacerlo todo para la gloria de Dios. ¡Ciertamente Dios se fijará en esta buena intención! Sin embargo, fácilmente sucede que, en el día a día, cedemos a nuestras actitudes naturales. Podemos realizar el trabajo con dedicación, precaución y habilidad; pero solemos permanecer en un ambiente natural, que no está marcado por lo sobrenatural.
Es algo similar a lo que sucede con la oración: Cuando pronunciamos oraciones vocales, ciertamente nos ponemos en contacto con Dios, pero nuestra alma no queda tan impregnada de Su presencia como sucede, por ejemplo, en la oración contemplativa.
¿Cómo puede nuestra vida cotidiana llegar a ser más contemplativa y obtener un carácter más sobrenatural? ¿Cómo podemos permanecer en contacto cercano con el Señor en medio de nuestro trabajo, sin dejarnos llevar por la “dinámica” que le es propia y que ya no nos permite percibir tanto la unión interior con el Señor?
Será provechoso fijarnos en la Virgen María, que pasó muchos años de su vida en Nazaret, junto a su Hijo y a San José. La Sagrada Escritura no ofrece mucha información respecto a esta etapa, por lo que trataremos de adentrarnos en el tema de forma meditativa.
Podemos imaginar a la Virgen como a una mujer llena de Dios. Su reacción ante la visita del Arcángel Gabriel y su inmediata disposición a dar su “sí” a la Voluntad de Dios -aun sin conocer todavía su alcance- indica su íntima relación con Dios. A esto viene a añadirse el hecho de que María fue preservada del pecado original; es decir, que no estaba afectada por esa “división” interior que resultó a consecuencia del pecado. Así, su corazón estaba abierto para Dios; más aún, le pertenecía al Señor. Y cuando el corazón le pertenece al Señor, todos nuestros quehaceres estarán orientados a Él. Dios estará siempre presente para nosotros, aun si no estamos pensando conscientemente en Él, porque el amor a Dios empieza a impregnar incluso el inconsciente. Esta relación con Dios de corazón a corazón llevará, de por sí, a un constante diálogo interior con Él.
Podemos considerar esta relación de amor con Dios como el fundamento para que la vida pueda quedar impregnada por la oración. Pero también el conocimiento de sí mismo será esencial para una vida realmente espiritual. Este punto es muy importante, porque nuestros pecados, faltas e imperfecciones voluntarias nos atan a nosotros mismos y no permiten que el espíritu se eleve libremente a Dios. Si, por ejemplo, nuestra atención está constantemente enfocada en nosotros mismos, entonces nuestra capacidad de amar estará atada a la propia persona, sea que le demos demasiado peso a nuestros lados oscuros o sea que simplemente pasemos por encima de ellos, como si no existiesen.
Otro obstáculo será el estar demasiado apegados a nuestros propios deseos e ideas, de modo que nuestra fuerza de amar no está dirigida a Dios, sino a que se cumplan estos nuestros deseos.