“Hemos salvado la vida como un pájaro
de la trampa del cazador:
la trampa se rompió, y escapamos.
Nuestro auxilio es el nombre del Señor,
que hizo el cielo y la tierra.” (Sal 124,7)
Podemos adherirnos con profunda gratitud a la alabanza que el salmista dirige al Señor. En efecto, el “cazador” coloca muchas trampas alrededor de nuestra alma para apartarla de Dios. Mucho más allá de nuestros enemigos humanos, se trata de los poderes del mal que nos amenazan. Les gusta aprovecharse de nuestra debilidad y de la seducción del mundo para hacer efectivas las diversas trampas con las que pretenden atrapar al hombre. Es una trampa que quiere hacernos daño y enredarnos. De hecho, cuando el pecado domina y oscurece nuestra vida, no somos capaces de liberarnos por nuestras propias fuerzas. Parece imposible escapar de la trampa. ¡Tiene que llegar uno más fuerte (Lc 11,22)!
Nuestro Padre ha roto la red que nos envolvía y su Hijo envió a sus discípulos a echar la nueva red: la red del amor. Los hombres han de encontrar su hogar en el amor del Padre y Él hace todo para que ellos se enteren. “Si el Hijo os da libertad, seréis realmente libres” –nos dice el Señor (Jn 8,36).
En efecto, ¿quién si no Dios mismo podría salvarnos de las múltiples trampas del cazador? ¿Quién más que Dios entrega su propia vida para salvar a los que, a causa del pecado, son enemigos suyos (cf. Col 1,21)? ¿Quién si no Dios es capaz de olvidar nuestros pecados y de no tomarnos en cuenta nuestros delitos, gracias al sacrificio de su Hijo?
“La trampa se rompió, y escapamos.”
Escapamos y somos libres cuando seguimos a Aquel que nos redimió.
Somos libres cuando vivimos en la verdad.
Somos libres cuando prestamos oído a la voz del amor.
Somos libres cuando hacemos realidad el designio que el Padre Celestial tuvo para nuestra vida.
Somos libres cuando siempre y en todo lugar le damos el primer lugar a nuestro Padre.
Somos libres y escapamos de la trampa cuando nos volvemos a levantar tras haber caído en el pecado y nos sumergimos en la misericordia de Dios.
Somos libres cuando vencemos los respetos humanos.
Somos libres cuando Dios se nos vuelve más importante que nuestra propia vida (cf. Lc 14,26).