Am 7,12-15
En aquellos días, Amasías, sacerdote de Betel, dijo a Amós: “Vete, vidente; huye al país de Judá; come allí tu pan y profetiza allí. Pero en Betel no sigas profetizando, porque es el santuario real y la Casa del reino.” Amós respondió a Amasías: “Yo no soy profeta, ni hijo de profeta; soy pastor de ganado y picador de sicómoros. Pero Yahvé me tomó de detrás del rebaño y me dijo: ‘Ve y profetiza a mi pueblo Israel’.”
El Señor elige a sus profetas y los envía donde Él quiere que vayan. Aunque el profeta intente evadir el llamado o incluso se niegue a cumplirlo, permanece en pie la elección del Señor.
En el caso de Amós, la elección de Dios se dirigió a un pastor de ganado sin ninguna posición especial. Tampoco pertenecía al círculo de los profetas que se conocían, ni era hijo de uno de ellos. Hoy diríamos que era sencillamente un “laico”. Amós no encajaba en las expectativas de las autoridades de Betel. No anuncia lo que ellas quieren escuchar.
Así suele suceder con los verdaderos profetas… Así, se sustraen de la pretensión de quienes representan el poder político o religioso y se complacen en que se los confirme en su actuar. Los verdaderos profetas dependen únicamente de la Voluntad de Dios, y así son libres.
“Si el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres” –nos dice el Señor en los tiempos del Nuevo Testamento (Jn 8,36). ¡Y es exactamente así! Sólo el auténtico vínculo con el Señor nos hace libres para seguir la verdad, sin transigir de ninguna manera con la mentira y el engaño, sea quien sea el que los propague. Asimismo, el profeta será libre solamente cuando esté totalmente ligado a Dios.
No es fácil la suerte del profeta. Suele estar en desacuerdo a lo que es “políticamente correcto”, y así tiene que nadar contra corriente y ser signo de contradicción. Y muchas veces no se queda en ser signo de contradicción. A menudo su vida misma está en peligro, y algunos la entregan por el Señor y por la misión que les ha sido encomendada.
Debemos tener presente que “la luz brilla en las tinieblas” (Jn 1,5) y, como dice la Escritura, las tinieblas “no la recibieron” (cf. Jn 1,11). En el caso de los profetas, esta luz de Dios cae sobre las sombras de los hombres y los llama a la conversión. ¡Precisamente aquí está la dificultad! Mientras uno solamente confirme a las personas y les diga lo que quieren escuchar, será visto como un buen profeta. Así habrán sido los profetas de la corte junto a los sacerdotes. Pero en cuanto se hable de conversión y del juicio de Dios, la situación cambia. ¡Y es que aquí se cuestiona nuestra forma de pensar y de actuar! Así, uno no se da cuenta de que Dios ofrece su ayuda a través de la reprensión pronunciada por boca de los profetas, y de que siempre podemos volver a Él. Quien escuche a los verdaderos profetas, emprenderá el camino de Dios o retornará a él. Quien no los escuche, no ha reconocido la hora de la gracia.
Resulta evidente que en los profetas ya está prefigurado el Hijo de Dios. También Jesús llamó a los hombres a la conversión (cf. Mc 1,14-15) y no tuvo miedo de hacer ver sus malas actitudes a las autoridades religiosas (cf. Mt 23,13-36). Todos sabemos lo que hicieron con Él. Como a muchos de los profetas, lo mataron.
Y ¿qué hay de los profetas hoy en día? En el Nuevo Testamento aún se los menciona (cf. p.ej. Ef 4,11), pero en el transcurso de la historia de la Iglesia apenas se los distingue. Por lo general, parece ser suficiente con la jerarquía de la Iglesia, si bien una y otra vez surgen vocaciones especiales, directamente escogidas por Dios, que vienen al auxilio de la Iglesia. También las intervenciones de Dios a través de las apariciones de la Virgen María tienen ese carácter profético.
Pero todos los cristianos son partícipes de la dimensión profética de la Iglesia, siendo ante el mundo testigos de la Venida del Redentor y de su Retorno. También pueden haber tiempos y circunstancias en los cuales resulte particularmente necesario el testimonio de los fieles, que han de declarar su fidelidad a la verdad transmitida del Evangelio. Si se propagase una crisis hasta en la jerarquía de la Iglesia, este testimonio de los fieles se convierte en un “correctivo profético”. De esta forma, ciertamente se mantiene la tradición de los profetas del Antiguo Testamento, si bien adopta hoy un aspecto distinto.