Fil 3,3-8
Tened en cuenta que los verdaderos circuncisos somos nosotros, los que damos culto en el Espíritu de Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, sin poner nuestra esperanza en la carne, aunque yo tengo motivos para confiar también en la carne. Si algún otro cree poder confiar en la carne, más yo. Fui circuncidado al octavo día; pertenezco al linaje de Israel, a la tribu de Benjamín; soy hebreo e hijo de hebreos; en cuanto a la Ley, fariseo; en cuanto a la justicia que proporciona la Ley, intachable. Pero lo que antes consideré ganancia, lo consideré pérdida comparado con Cristo. Más aún, juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él perdí todas las cosas; incluso las tengo por basura para ganar a Cristo.
El texto de hoy hace alusión a un problema que puede convertírsenos en un gran obstáculo en el seguimiento de Cristo: Es el poner la confianza en las circunstancias especiales, talentos o privilegios que podamos haber recibido en nuestra vida. Éstos fácilmente dan lugar a una falsa autoestima y fomentan nuestras vanidades.
Tiempo atrás había citado en las meditaciones a un sacerdote jesuita, el P. Lallement. Como maestro espiritual, le entristecía mucho ver que en su Orden se estaba adentrando un espíritu que valoraba más la formación académica y otras cualidades naturales, que el crecimiento en el Espíritu de Cristo. De hecho, esta tendencia es fatal, porque en realidad el despliegue de la vida sobrenatural en nosotros tiene una importancia mucho mayor que el de los dones naturales, por buenos y provechosos que estos últimos sean.
Esto es precisamente lo que San Pablo nos hace entender con toda claridad en la lectura de hoy. Él, que poseía significativos privilegios, estaba bien consciente de lo erróneo que es poner en ellos la confianza o gloriarse en ellos… De esta forma, nos exhorta a no perder nunca de vista lo esencial y a entender nuestro valor como personas a partir del amor que Dios nos tiene. Esto quiere decir que no debemos mirarnos con los ojos del mundo, ni asumir sus valores y criterios como lo primordial. ¿De qué sirve un brillante intelecto si no se subordina al Espíritu de Dios ni se pone a su servicio? ¿De qué sirven los privilegios familiares (como haber crecido en una familia católica) e incluso la misma recepción de los sacramentos, si todo esto no se hace fecundo para el Reino de Dios? Podríamos continuar con una larga lista de ejemplos…
Pero San Pablo va incluso un paso más allá… El confiar y gloriarse en ciertos privilegios no sólo limita nuestro avance espiritual; sino que puede convertirse en un obstáculo tan grande que el Apóstol prefiere considerarlos como pérdida y tenerlos por basura.
Al hablar así, se refiere a que estos privilegios, cuando no los manejamos bien, pueden seducirnos a edificar sobre ellos nuestra autoestima, lo cual puede llegar a ser un gran obstáculo para la vida sobrenatural; de manera que Pablo decide distanciarse por completo de todos estos privilegios “según la carne”.
¡Sólo en Cristo hemos de gloriarnos (cf. 2Cor 10,17)! A todo privilegio o talento que Él nos haya concedido hemos de ponerlo en el sitio que le corresponde. Un intelecto lúcido, una buena apariencia, un talento artístico o cualquier otra aptitud son buenos dones a nivel natural. Pero se convierten en cargas o en “basura” cuando nos hacen orgullosos y vanidosos, y no simplemente ocupan en humildad el lugar que les corresponde en la jerarquía de los valores.
Alcanzar la humildad suele ser un largo proceso e implica una larga formación… A los privilegios especiales –sean los que fueren– debemos subordinarlos conscientemente y no darles un valor especial en relación al conocimiento del Señor. Es bueno dejarlos actuar en lo escondido antes que resaltarlos, ya sea en nuestro propio interior o ante los demás… ¡Todo esto nos ayudará a crecer en humildad! Una persona tan dotada como San Pablo estaba bien consciente de ello, y haríamos bien en escuchar su consejo.