1Cor 2,1-10
Lectura correspondiente a la memoria de Santo Domingo de Guzmán
Y yo, hermanos, cuando vine a vosotros, no vine a anunciaros el misterio de Dios con elocuencia o sabiduría sublimes, pues no me he preciado de saber otra cosa entre vosotros sino a Jesucristo, y a éste, crucificado. Y me he presentado ante vosotros débil, y con temor y mucho temblor, y mi mensaje y mi predicación no se han basado en palabras persuasivas de sabiduría, sino en la manifestación del Espíritu y del poder, para que vuestra fe no se fundamente en la sabiduría humana, sino en el poder de Dios.
Ahora bien, enseñamos sabiduría entre los perfectos, pero una sabiduría no de este mundo ni de los gobernantes de este mundo que son pasajeros; sino que enseñamos la sabiduría de Dios, misteriosa, escondida, que Dios predestinó, antes de los siglos, para nuestra gloria. Sabiduría que ninguno de los gobernantes de este mundo ha conocido, porque, de haberla conocido, nunca habrían crucificado al Señor de la gloria; sino que, según está escrito: Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman. A nosotros, en cambio, Dios nos lo reveló por medio del Espíritu, porque el Espíritu todo lo escudriña, incluso las profundidades de Dios.
Después de concluir las meditaciones sobre Dios Padre, retornamos ahora a nuestras reflexiones bíblicas habituales, y hoy escuchamos la lectura de la memoria de Santo Domingo de Guzmán. Fue un santo que tuvo grandes méritos en la evangelización, y fundó la Orden de los dominicos, también llamada “Orden de los predicadores”. Santo Domingo fue contemporáneo de San Francisco de Asís.
San Pablo, el Apóstol de los gentiles, nos da hoy nuevamente una lección fundamental sobre la evangelización. Sin menospreciar el valor de una buena formación académica y un conocimiento servicial, hemos de tener presente que no es ahí donde radica lo decisivo en la predicación. Es un error creer que se podría convencer a las personas primordialmente a través de elocuentes discursos. De hecho, fácilmente sucede que entonces las personas admiran al predicador y su habilidad al expresarse, pero no trascienden tanto al contenido mismo ni se encuentran con la sabiduría de Dios.
San Pablo está consciente de ello, y se limita a llevar a los hombres el mensaje del Crucificado. ¡Éste es el núcleo del anuncio, pues aquí se manifiesta la sabiduría de Dios, que sabe integrar en su plan de salvación incluso las iniquidades de los hombres! Ni el Diablo ni aquellos que le siguen fueron capaces de aniquilar el mensaje del Mesías dando muerte a Jesús; sino que la Cruz se convirtió en el signo de la Redención; el signo del amor de Dios por nosotros, los hombres; el signo del amor de Jesús por su Padre y por nosotros.
Además, San Pablo se presentó “débil, con temor y mucho temblor”; es decir, limitado en sus potencias naturales, para no anunciar el mensaje de la salvación basado en sus propias fuerzas; sino en el poder de Dios.
Cuando tenemos aparente “éxito” en la evangelización, fácilmente sucede que nos lo atribuyamos a nosotros mismos. Sin embargo, así empañamos la verdad y nos damos a nosotros mismos el protagonismo; en lugar de basarnos primordialmente en la fuerza de Cristo. Lo mismo sucedería si, por ejemplo, en la Orden de los Dominicos se diera más importancia a la formación humana y científica que a la espiritual.
San Bernardo de Claraval era otro gran predicador, capaz de presentar la vida monástica de forma tan atrayente, que –según se dice– las madres escondían a sus hijos e hijas, para evitar que, persuadidos por las palabras de este santo, fuesen inmediatamente a enclaustrarse en un monasterio cisterciense. Se cuenta que, durante uno de sus sermones, San Bernardo fue tentado por el Diablo a tener pensamientos vanidosos, sobre cuán bien estaba predicando, sobre las palabras tan elocuentes que estaba escogiendo, etc… Cuando el santo identificó esta tentación, le dijo al Diablo: “No fuiste tú mi motivo para empezar a predicar; así que tampoco serás tú el motivo para dejar de hacerlo.” Y continuó con su predicación…
Esta historia nos da una indicación importante sobre cómo lidiar con los pensamientos vanidosos y las diferentes formas de presunción que podrían sobrevenirnos.
Los buenos dones de Dios, como lo es un intelecto despierto, nos han sido dados para servir a Dios y a los hombres; y no para edificar sobre ellos nuestra propia persona y nuestra supuesta grandeza. Por eso siempre debemos cultivar la gratitud, cada vez que algo nos salga bien, cada vez que logramos comprender atinadamente una cosa o recibimos una luz para una buena predicación. Todos los dones, tanto los naturales como los sobrenaturales, proceden de Dios; no de nosotros mismos. Dios nos los ha dado y quiere que los empleemos de forma adecuada. Entonces, a quien debemos rendir cuentas en primer lugar es al Dador de los dones; y no a los hombres. A nosotros nos corresponde cultivar estos “talentos”, para que no se marchiten ni queden enterrados.
Si vivimos conscientes de ello y permanecemos en constante diálogo con Dios, se reduce el peligro de la soberbia. Cuando vengan los pensamientos vanidosos, ya sea que procedan de nosotros mismos o que el demonio nos los susurre, sabremos enfrentarnos a ellos en la oración, conscientes de que todo lo bueno que descubrimos en nosotros proviene de Dios. Esto no significa que no podamos alegrarnos cuando hemos hecho algo bueno, sino que se trata de estar conscientes de la realidad plena de la criatura ante Dios.
En todo tipo de evangelización y misión es absolutamente indispensable esta vigilancia. Hemos de percibir si, por acaso, estamos hablando demasiado de nosotros mismos, si decimos demasiadas cosas irrelevantes, si hablamos excesivamente, si perdemos de vista lo esencial en el anuncio, etc…
El Apóstol de los Gentiles, San Pablo, estaba consciente de la gran tarea que tenía, y, más aún, del gran mensaje que se le había confiado y que el Espíritu le había revelado. Precisamente por la grandeza de la misión, es fundamental que la llevemos a cabo en la actitud adecuada, que no perdamos de vista lo esencial, que examinemos cuidadosamente las palabras que escogemos, para que, por un lado, no nos volvamos complicados; pero, por otro lado, tampoco trivialicemos el mensaje. Así, las personas podrán entrar en contacto con las grandes “cosas que preparó Dios para los que le aman” (1Cor 2,9b).