Lc 9,1-6
En aquel tiempo, Jesús convocó a los Doce y les dio autoridad y poder sobre todos los demonios, así como para curar dolencias. Después los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar, pero antes les dijo: “No toméis nada para el camino: ni bastón, ni alforja, ni pan, ni plata; ni tengáis dos túnicas cada uno. Cuando entréis en una casa, quedaos en ella hasta que os marchéis de allí. Y si algunos no os acogen, salid de aquel pueblo y sacudid el polvo de vuestros pies como testimonio contra ellos.” Partieron, pues, y recorrieron los pueblos anunciando la Buena Nueva y curando por todas partes.
¡El Señor confiere autoridad a los discípulos! La autoridad no es lo mismo que el poder terrenal; sino que se refiere más bien a las acciones espirituales y es propia de Dios. Por ello es importante que la Iglesia actúe en esta autoridad que le ha sido entregada; y que no se entrometa en las luchas por el poder terrenal. La tentación del poder es muy sutil, y hay que estar muy vigilantes para no sucumbir en ella, especialmente en el ámbito eclesial. Cuanto más alta sea la posición de autoridad que se tenga, tanto más deberá ejercérsela con amor y humildad, para que no surjan aquellas malsanas estructuras de poder, que lamentablemente pueden manifestarse también en el ejercicio de la autoridad espiritual.
En el evangelio de hoy, vemos cómo Jesús instruye a sus discípulos para su ministerio de ejercer autoridad. No han de llevar nada para el camino; es decir que no deben apoyarse en ningún poder terrenal, sino que su sostén y su impulso ha de ser la misión encomendada. Precisamente éste es el tesoro de los discípulos: el abandono total en Dios, quien dará a los Suyos todo cuanto necesiten para el cumplimiento de su misión.
Ésta es una lección también para aquellos que sirven en la evangelización. Es fundamental la disposición interior de vivir en una íntima relación con Dios, de manera que Su Espíritu pueda obrar en nosotros. Las cosas exteriores son solamente medios. Lo esencial es la sencillez del que anuncia, tal como nos lo da a entender el Apóstol de los Gentiles:
“Yo mismo (…) no vine a anunciaros el misterio de Dios con elocuencia o sabiduría sublimes, pues no me he preciado de saber otra cosa entre vosotros sino a Jesucristo, y a éste, crucificado. Y me he presentado ante vosotros débil, y con temor y mucho temblor, y mi mensaje y mi predicación no se han basado en palabras persuasivas de sabiduría, sino en la manifestación del Espíritu y del poder, para que vuestra fe no se fundamente en la sabiduría humana, sino en el poder de Dios.” (1Cor 2,1-5)
Esto significa que es la verdad la que ha convencer al oyente, y cuanto más penetrados estemos por ella, tanto más retrocederemos detrás de esta verdad, dejándole a ella el protagonismo.
El texto de hoy nos deja otras dos importantes enseñanzas:
La misión de los discípulos va acompañada de signos y milagros. El evangelio nos dice que Jesús “les dio autoridad y poder sobre todos los demonios, así como para curar dolencias”. En nuestra labor de evangelización, deberíamos pedirle al Señor que este aspecto también resurja en nuestro tiempo y se haga presente en el anuncio. Los signos y milagros no solamente han de mostrar a los hombres el amor providente de Dios; sino que también han de despertar la fe.
Finalmente, también es muy importante la última instrucción que Jesús da a sus discípulos. Si el mensaje del Evangelio no es aceptado, hay que continuar el camino. El anuncio del Evangelio no es compatible con ninguna forma de violencia o coacción. Su misma claridad y belleza, junto a nuestro testimonio de vida, son las que han de conquistar a las personas. Y si esto no sucede, habrá que buscar otro sitio, allí donde el Señor nos envíe.