Lc 9,43b-45
En aquel tiempo, todos estaban maravillados de las cosas que Jesús hacía. Dijo entonces a sus discípulos: “Escuchad atentamente estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres.” Pero ellos no entendían sus palabras; les estaba velado su significado, de modo que no las comprendían. Además tenían miedo de preguntarle acerca de este asunto.
Para los discípulos era difícil entender lo que Jesús quería decir cuando hablaba de que será “entregado en manos de los hombres”. También hoy sigue siendo una difícil lección espiritual el comprender los motivos de Dios para permitir que su Hijo fuese entregado a la crueldad de los hombres.
De hecho, sólo se lo pondrá entender con la luz de la fe, cuando empezamos a comprender cuán grande es el amor de Dios por nosotros, los hombres; cuando, gracias a lo que la fe nos enseña, podemos comenzar a hacernos una idea de cómo Dios obra la salvación para nosotros. En aquel tiempo, los discípulos aún no podían entenderlo… Primero debían aceptar que la salvación no llegaría a través de una marcha triunfal de su Maestro; sino gracias a su Pasión y Muerte asumidas voluntariamente, gracias al sacrificio de amor en la Cruz.
Pero, aunque no las entendían todavía, los discípulos debían recordar estas palabras en el momento en que se cumpliesen. Por eso el Señor insistía en que las escuchen atentamente y se las graben.
Entender la cruz y comprender la actuación de Dios a través de ella, así como aferrarse a Sus palabras, son dos elementos fundamentales para nuestro camino de seguimiento de Cristo.
En este contexto, pienso en Santa Juana de Arco, que recibió el encargo de liberar a Francia de la ocupación inglesa. Al inicio de su misión, ahuyentó a los ingleses con grandes triunfos militares. Pero después fue traicionada y tuvo que consumar su misión con el sufrimiento, hasta el mismo martirio.
Así mismo sucedió con muchos santos, incluidos los apóstoles. Su predicación tuvo gran éxito y muchas personas acogieron la fe. Pero once de los doce apóstoles padecieron, al igual que su Maestro, una muerte cruel por causa de la fe. De alguna manera, se puede decir que su misión fue coronada con la cruz.
Esto se relaciona con la profundidad del misterio de la Redención. La profunda maldad del pecado, el destructivo poder de las tinieblas, el peor rechazo a Dios queda vencido a través del supremo acto de amor en la Cruz de Cristo. No puede haber un amor más grande que el que está dispuesto a cargar la cruz. Nunca estaremos más profundamente unidos al Señor, que cuando, aun en medio del dolor, no nos apartamos de Él; sino que lo sobrellevamos por Su causa. Nunca la fe será más fuerte que cuando nos aferremos a su Palabra en las horas más difíciles y oscuras.
Desde esta perspectiva, se puede entender por qué algunos santos incluso anhelaban la cruz y pedían el martirio. ¡Querían demostrarle al Señor el mayor amor y adentrarse en el misterio de la Cruz! Ciertamente también estaban convencidos de que, a través de este camino, podrían ayudar de la forma más eficaz a la salvación de las almas.
Teniendo en vista que la participación en la cruz es un gran acto de amor y nos da la posibilidad de mostrarle al Señor nuestro amor, podrá transfigurarse nuestra imagen de la Cruz, aunque naturalmente siempre será dolorosa y desbaratará nuestros planes humanos. Esto mismo sucederá cuando nos queda en claro que, al sobrellevar conscientemente un sufrimiento, podremos cooperar intensamente en la salvación de las almas.
Con este trasfondo, podríamos añadir un aspecto más al tema de la sanación interior en Dios, que recientemente habíamos tratado con detenimiento:
La sanación del alma a través de la aceptación consciente de la Cruz
Generalmente lo que más tememos es la cruz que podría sobrevenirnos. Es por eso que, por ejemplo, se recurre inmediatamente a cualquier medio que se tenga a disposición para alejar una enfermedad. Sin poner en duda que la sanación física es un gran bien y que la medicina es un regalo, sucede que, en este afán por sanarse, uno fácilmente se pierde del mensaje que la enfermedad podría traerle; como, por ejemplo, que te trae a la memoria la muerte o que el Señor quiere hacerte ver algo que suele pasar por alto en el transcurso normal de la vida.
Todo tipo de cruz que nos sobreviene, posee, de una u otra forma, el carácter de la muerte; representa en cierto sentido una pérdida de la vida, sea a nivel espiritual, psicológico o corporal. Por eso, nuestra reacción natural es el rechazo de la cruz.
Sin embargo, la muerte es inevitable, y la Sagrada Escritura nos aconseja que conviene pensar en nuestro fin (cf. Eclo 7,36). Acojamos, pues, con la gracia de Dios, el mensaje de la muerte que está contenido en la Cruz, y entonces empezaremos a integrar conscientemente a la muerte en nuestra vida.
Como católicos, sabemos por fe que la muerte será el paso a la unificación eterna con Dios, a la inmensa dicha que no conoce fin… Nuestra alma lo sabe, porque anhela llegar ahí. Con la aceptación de la cruz, que suele darse paso a paso, quedaremos más centrados en Dios y nuestra alma se orientará más a su destinación eterna.
Así, nuestra vida quedará cada vez más liberada de una carga interior, que puede pesar fuertemente sobre nosotros: el miedo a la muerte. Y si además llegamos a comprender que de la cruz aceptada por amor a Jesús brota una fuerza misionera, entonces se desvanecerá también la tentación del sin sentido del sufrimiento, y nuestra alma quedará robustecida.
Vemos, entonces, que incluso en el sufrimiento que Dios permite que carguemos, actúa su Sabiduría: Él se vale de la cruz que hemos de llevar para la sanación de nuestra alma. ¡Cuánta sabiduría y bondad de Dios! ¡Sólo nos queda adorarlo!