“Envía tu sabiduría desde el santo cielo, mándala desde tu trono glorioso, para que me acompañe en mis tareas y pueda yo conocer lo que te agrada” (Sab 9,10).
El Padre no sólo envió a su Hijo al mundo; sino que, junto con el Hijo, envió también al Espíritu Santo, para que nos conduzca a la verdad plena (Jn 16,13).
A través del Espíritu Santo, el Padre nos comunica un conocimiento interior de su gloria. Por medio del don de la sabiduría, recibimos un delicioso conocimiento de Dios y de su amor, que por doquier descubrimos y degustamos.
La sabiduría de Dios nos acompaña y actúa sin cesar. En efecto, es su amor, que no descansa y siempre nos guía en nuestra vida, nos instruye, fortalece y sostiene; su amor, que jamás se aparta de nosotros, siempre y cuando no nos cerremos a él.
Es este amor, que Él mismo ha derramado en nuestros corazones, el que clama: “Abbá, amado Padre” (Gal 4,6) e intercede por nosotros con inefables gemidos (Rom 8,26). Es este amor el que nos permite conocer lo que agrada al Señor. Es este amor el que se empeña en restablecer el orden en los caminos equivocados que emprenden los hijos de los hombres, en liberarlos de sus extravíos, en velar sobre ellos, amonestándolos y guiándolos al camino recto.
El Padre Celestial envía su sabiduría e instaura a través de ella su trono glorioso en nuestros corazones. En efecto, es ahí donde Él quiere morar: en el corazón de sus hijos. Allí quiere establecerse para convertirse en nuestro todo. Allí quiere permanecer para abrazarnos con su inconmensurable amor y llevarnos al Reino eterno de su amor: allí donde los suyos ya nos esperan y aguardan el día en que, junto a ellos, contemplemos eternamente a nuestro Padre.