Sab 9,13-19
¿Qué hombre conocerá el designio de Dios?, o ¿quién se imaginará lo que el Señor quiere? Los pensamientos de los mortales son frágiles e inseguros nuestros razonamientos, porque el cuerpo mortal oprime el alma y esta tienda terrena abruma la mente pensativa. Si apenas vislumbramos lo que hay sobre la tierra y con fatiga descubrimos lo que está a nuestro alcance, ¿quién rastreará lo que está en el cielo?, ¿quién conocerá tus designios, si tú no le das sabiduría y le envías tu santo espíritu desde lo alto? Así se enderezaron las sendas de los terrestres, los hombres aprendieron lo que te agrada y se salvaron por la sabiduría.
Para las personas que razonan de forma meramente natural, los caminos de Dios son prácticamente incomprensibles. El Apóstol Pablo nos dice que “el hombre natural no capta las cosas del Espíritu de Dios; son necedad para él.” (1Cor 2,14) Conviene que tengamos esto presente, porque fácilmente tendemos a darle demasiada importancia a nuestro limitado entendimiento. Y esto puede convertirse en una tentación.
Es distinto lo que sucede cuando el Espíritu Santo nos desvela algo; cuando actúa en nosotros el don de ciencia o de sabiduría. Se trata, entonces, de un conocimiento que viene directamente de Dios, que procede de la luz que el Espíritu Santo confiere. ¡Y un conocimiento tal glorifica a Dios! De hecho, se habla del don de sabiduría como de un “sabroso saber”. Su delicia le viene del amor divino, que está presente en el conocimiento directo de Dios. Un conocimiento meramente natural y racional, en cambio, no necesariamente posee tales cualidades. Puede suceder, por ejemplo, que se haga uso del entendimiento como un don natural, sin reconocer a Dios como su dador y sin darle las gracias.
Si incluimos en la meditación de hoy también el mensaje del evangelio, veremos que Jesús nos enseña una gran sabiduría, que es la aplicación coherente del primer mandamiento: Amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas. En un primer momento, las palabras del Señor pueden sonar fuertes. Sin embargo, hemos de enfrentarnos a la Palabra de Dios, y no podemos acomodarla hasta que se adapte a nuestras propias ideas y deseos. Jesús nos dice hoy: “Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío.” (Lc 14,26-27)
Entonces, quien quiera ser un verdadero discípulo del Señor, tiene que dejar todo atrás, entregar su vida entera a la Voluntad de Dios y renunciar a toda posesión. Esto último no necesariamente tiene que referirse a las posesiones materiales; sino que se trata de renunciar a modelar nuestra vida según nuestras propias concepciones, ideas y deseos. Hay que aceptar también la cruz tal como ha sido erigida en nuestra vida conforme a la Sabiduría de Dios. Esto puede significar dejar en segundo plano incluso los más estrechos vínculos, para seguir al Señor.
La sabiduría de Dios nos enseña ahora a no tomar esta exhortación como si fuese una exigencia desmedida y dura, que le robaría toda alegría a nuestra vida; sino a verla, antes bien, como una invitación especial del amor, que nos permite vivir en la cercanía de Dios. La recompensa por corresponder a este llamado será el Señor mismo y una relación de amor más intensa con Él, así como el poder servir a las otras personas con mayor libertad.
Así, la invitación del Señor se convierte en una “sabrosa sabiduría”, cuando aprendemos a entenderla desde el amor.
Dejar atrás todo lo que antes ocupaba el primer lugar, por causa de un amor más grande, es un gran paso, que requiere de nuestra libre colaboración. Si aún nos resulta difícil darlo, a pesar de que tenemos el anhelo de seguir enteramente al Señor, entonces hemos de encaminarnos seriamente para adquirir esta incondicionalidad con la gracia de Dios, y hemos de pedirla en la oración.
En los ejemplos que el Señor nos da en el evangelio de hoy, le habla también a nuestro entendimiento. Y todo esto nos lleva a examinarnos: ¿Es que realmente estoy dispuesto a seguir al Señor tal como Él lo tiene previsto, o es que aún pongo condiciones? Si, por ejemplo, estoy discerniendo un llamado a la vida religiosa radical, en obediencia, pobreza y castidad, no puedo llegar con exigencias que corresponden a un estilo de vida distinto: habitación individual amplia, agua caliente, pantalla de televisión grande, cafetera y banquetes diarios…
La decisión de seguir enteramente al Señor, también si aparece como una invitación espontánea cuando nos sentimos tocados por el amor, requiere de un discernimiento y profundización.
Pero no debemos desanimarnos cuando nos damos cuenta de que, aunque queremos seguir al Señor, aún no le pertenecemos completamente a Dios, y de que todavía estamos apegados a nuestra propia vida y a las cosas de este mundo. Pidámosle cada día que ese amor mayor crezca en nosotros, y que nos conceda el don de fortaleza para dar aquellos pasos que nos llevarán a la libertad de poder corresponder totalmente al amor de Dios. Mientras tanto, démosle aquello de lo que somos capaces.
No hay nada más valioso, nada que nos llene más que servir al Señor ya en esta vida con toda entrega. Si se lo pedimos seriamente, Él nos escuchará. Si nos dirigimos a la Virgen María con esta intención, no solamente tendremos en Ella un maravilloso ejemplo que seguir, sino a alguien que nos ayudará a dar los pasos de fe y de confianza así como Ella misma los dio. Interioricemos aquellas hermosas palabras que María exclamó en el Magnificat, que muestran su comprensión de los extraordinarios caminos de Dios: “Porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí; su Nombre es santo” (Lc 1,49)¡Esto es reconocer realmente la Sabiduría de Dios!