Ef 1,3-6.15-18
Bendito sea el Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos. Él nos eligió en Cristo, antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en el Amado.
Por eso, habiendo oído hablar de vuestra fe en Cristo y de vuestro amor a todos los santos, no ceso de dar gracias por vosotros, recordándoos en mis oraciones, a fin de que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos.
Después de haber concluido la serie de meditaciones sobre las antífonas O y las que nos acompañaron durante la Octava de Navidad, volvemos ahora al marco habitual de las reflexiones bíblicas, siguiendo las lecturas conforme al ciclo litúrgico. En este II Domingo después de Navidad, escuchamos como segunda lectura este pasaje de la Carta a los Efesios, del cual quisiera resaltar especialmente la última parte:
“El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos.”
Quienes siguen mis meditaciones diarias y conferencias, saben que durante este año quiero poner un énfasis especial en la evangelización; es decir, en el anuncio de la fe. En el segundo día de la Octava de Navidad, incluso “sellamos una alianza” con los santos ángeles –por así decir–, para ponernos en marcha junto con ellos una vez más y, de todas las formas posibles, llevarles a los hombres lo más valioso que podemos ofrecerles: el Evangelio.
La lectura de hoy es de gran ayuda para nosotros, pues nos trae a la memoria algo que está en peligro de ser cada vez más olvidado; a saber, la riqueza y la gloria de la herencia que nos fue dada en Cristo.
He aquí la clave del anuncio, pues si yo mismo ya no estoy tan convencido de nuestra herencia católica, difícilmente podré ganar a otras personas, mostrándoles la belleza y el valor de nuestra fe. Fácilmente sucedería que entonces ya no me percate bien de la incomparabilidad de seguir a Cristo, sobre todo cuando, en pro de un ecumenismo mal entendido o de un diálogo interreligioso sin contornos claros, se difuminan y se obvian las diferencias, colocando a las diversas religiones a un mismo nivel.
Pablo nos conduce por un camino distinto, en el cual hemos de permanecer también en nuestros tiempos. Por ello, me gustaría hacer referencia en primera instancia a la Tradición de nuestra Iglesia. Si dejamos de honrarla, ¿cómo podremos hacer ver la riqueza de nuestra Iglesia? Esto cuenta especialmente en lo que respecta a la Liturgia, y en particular a la Santa Misa como tal.
Considerándolo desde el punto de vista de la riqueza y el valor de nuestra herencia, es totalmente incomprensible que de parte de Roma lleguen ataques a los antiguos y venerables ritos de nuestra Iglesia. Es como si cortáramos nuestras propias raíces; como si la Iglesia recién hubiera empezado realmente a partir del Concilio Vaticano II. ¡Ésta es una visión totalmente errónea! Antes bien, tras este Concilio surgieron muchas malformaciones y tendencias equivocadas, que fueron justificadas con el “espíritu del Concilio”. Los experimentos litúrgicos de todo tipo llevaron a una pérdida de la trascendencia, a una carencia de vocaciones, a una mundanización de la Iglesia, bajo la cual ahora sufrimos. Para una verdadera renovación de la Iglesia, hará falta superar todo aquello que se ha desviado hacia otra dirección, y aprovechar los verdaderos tesoros de la Iglesia.
Ciertamente es legítimo plantear el cuestionamiento de cómo puede llevarse este tesoro de la Iglesia a los hombres de nuestro tiempo; cómo puede transmitírselo mejor, especialmente cuando la formación e identidad católica ha disminuido o no se ha dado aún en los pueblos. Sin embargo, la respuesta a este cuestionamiento nunca podrá ser la de adoptar o “tomar prestado” el espíritu del mundo, ni socavar la belleza de la fe y su expresión concreta, ni disminuir la dimensión trascendental de nuestra fe, ni poner demasiado énfasis en la preocupación por el progreso de las realidades terrenales.
Sólo prestando más atención a la guía del Espíritu Santo y reconociendo aún más finamente lo que Dios nos ha dado ya, podremos ser instrumentos en los cuales Dios pueda tocar su cántico de amor.
Por eso hoy, al inicio de este nuevo año, en el que pedimos especialmente por la conversión de los hombres, hemos de quedarnos con este mensaje: ¡Aprovechemos más profundamente lo que Dios ya ha obrado en Su Iglesia! Hagámoslo visible y tangible para las personas, tanto en el ámbito litúrgico como también en el anuncio de la Palabra; en la dimensión mística y ascética; en el arte y en la música sacra; en las vidas de los santos, y en tantos otros tesoros que se han ido reuniendo en el arca de la Iglesia. También forma parte de él la doctrina recta, la enseñanza moral, las obras de misericordia… Pero, sobre todo, hemos de despertar en nosotros el amor a Dios, que lo ilumina todo y que nos da la sabiduría para verlo todo en su luz: “En tu luz vemos la luz” (Sal 36,10).
No permitamos que nuestra Santa Iglesia sea transformada en una especia de ONG piadosa, que se ocupa principalmente de los asuntos terrenales, que se convierte en parte del mundo… Si esto sucedería, la Iglesia perdería su fuerza, y el Señor, cuando vuelva, podría “vomitarla de su boca” a causa de su tibieza (Ap 3,16).
Si al mismo tiempo estamos abiertos y expectantes de los nuevos impulsos que el Espíritu Santo pueda obrar, éstos nunca pueden estar en contradicción con todos los preciosos tesoros que el Señor nos ha encomendado ya; sino que han de ser un despliegue y descubrimiento más profundo de lo que hemos recibido de parte Suya.