Para retomar el tema de ayer, escuchemos nuevamente la breve lectura que nos habla sobre la eficacia de la Palabra de Dios:
Is 55,10-11
Esto dice el Señor: “Del mismo modo que descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá de vacío, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé simiente al sembrador y produzca pan para comer, así será la palabra de mi boca: no tornará a mí de vacío, pues realizará lo que me he propuesto y será eficaz en lo que le mande.”
Ayer habíamos hablado sobre la gran bendición que significa conocer la Palabra y acogerla en nuestro interior. También habíamos reflexionado sobre las dificultades que impiden que Ella dé abundante fruto en nosotros.
Para vivir con la Palabra y en la Palabra, es indispensable meditarla. Se debería reservar un tiempo todos los días para dedicárselo a la Palabra de Dios, aunque sean sólo las lecturas bíblicas de la liturgia de ese día. Claro que sería aún mejor si, además de las lecturas diarias, pudiésemos sumergirnos más en las Sagradas Escrituras. Esto es lo que se denomina “Lectio divina”; una práctica que es común en los monasterios.
También puede ser enriquecedor el intercambio con otras personas que conozcan la Biblia. Existen, por ejemplo, “círculos bíblicos”, en los cuales se medita la Palabra de Dios y se intercambian ideas sobre ella. Cuando están reunidas algunas personas, el punto de vista de cada uno puede ampliar nuestra perspectiva de la Palabra de Dios.
También es aconsejable escuchar reflexiones bíblicas, que pueden ayudar a comprender mejor las lecturas del día. Ésta es mi intención con las meditaciones diarias, por ejemplo, y lo mismo cuenta para otras reflexiones de este tipo. Si buscamos buena literatura, los Padres de la Iglesia nos ofrecen interpretaciones sustanciosas de la Sagrada Escritura.
Cuando la Palabra de Dios se convierte en nuestro alimento diario, podremos notar con el paso del tiempo que ya no querremos perdérnosla. Nuestra alma empieza a tener hambre de la Palabra, así como nuestro cuerpo lo tiene de pan bueno y sustancioso. Cuanto más regularmente escuchemos e interioricemos la Palabra, tanto más nos moldeará. ¡Esto es muy importante! Así, la Palabra de Dios definirá nuestro pensar y aprenderemos a tomarla como criterio y a penetrar con Ella las situaciones de la vida.
Dios nos da su Palabra como un regalo. Para Él es muy importante que aprendamos a reconocer su voz (cf. Jn 10,3-5). Entonces ya no la escucharemos solamente en la Santa Misa y en las lecturas que en ella se proclaman; sino que empezará a resonar y a estar presente constantemente en nuestro corazón. De este modo, también el Espíritu Santo podrá guiarnos más fácilmente, recordándonos todo cuanto Jesús dijo e hizo (Jn 14,26). Cuanto más interioricemos la Palabra de Dios, tanto más fuerte se hará en nosotros la presencia de Dios, que nos sana y nos ilumina.
También conviene tener presente que “la repetición es la madre de la sabiduría”. Es decir que al repetir lo que hemos escuchado o leído, esto podrá asentarse más profundamente en nosotros. ¡Cuántas veces escuchamos las palabras del Evangelio, y así van echando raíces en nosotros! Además, podemos descubrir cada vez algo nuevo en la Palabra de Dios, pues su significado es inagotable.
Pero sus diferentes dimensiones sólo podrán desplegarse plenamente cuando nos convirtamos en “practicantes de la Palabra” (cf. St 1,22). Podríamos decir que “la Palabra se hace carne” cuando la aplicamos concretamente en nuestra situación de vida.
Vemos, pues, que la meditación de la Palabra de Dios es una inmensa gracia para nosotros. Escuchar atentamente la Sagrada Escritura cuando estamos en la liturgia nunca es en vano; meditarla en casa, con la familia o con la comunidad nunca es en vano. ¡La Palabra de Dios nos va transformando, cuando la escuchamos debidamente y la ponemos en práctica!
A esto viene a añadirse otro aspecto importante. A los que siguen mis publicaciones en Balta-Lelija les había dicho que quisiera explicar con más detenimiento la “armadura de Dios” descrita en el capítulo 6 de la Carta a los Efesios, para que nos revistamos de ella para el combate espiritual en el que estamos inevitablemente involucrados. En este contexto, San Pablo nos dice: “Tomad el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios” (Ef 6,17).
En este combate, la Palabra de Dios es un “arma de ataque”, que separa la verdad de la mentira y del error. En vista de la confusión actual, que ha penetrado incluso en la Iglesia, es aún más importante que nos aferremos a la Palabra de Dios, que la interioricemos y la tomemos como criterio seguro para nuestro actuar. Cuando se empuña la Palabra de Dios y se la interpreta y aplica correctamente, el diablo se ve obligado a ceder, como nos muestra con claridad el pasaje de las tentaciones de Jesús (Mt 4,1-11).
Con el anuncio de la Palabra de Dios, se difunde la luz que ilumina las tinieblas. Entonces, tenemos en nuestras manos una verdadera espada espiritual:
“La palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que una espada de doble filo. Penetra hasta la división entre alma y espíritu, articulaciones y médula, y descubre los sentimientos y pensamientos del corazón. No hay ante ella criatura invisible, sino que todo está desnudo y patente a los ojos de Aquel a quien hemos de rendir cuenta.” (Hb 4,12-13)
Gracias a la Palabra de Dios, nada turbio y oscuro en nuestro interior puede sustraerse de la luz divina. Esta luz clara también se difunde cuando sabemos discernir conforme a la Palabra de Dios todo lo que nos sobreviene. Para nosotros, los católicos, viene a añadirse la auténtica doctrina de la Iglesia. Vemos, pues, que tenemos una excelente armadura para contrarrestar la proliferación de las tinieblas y de la confusión. ¡Empuñemos con prudencia y convicción estas armas que el Señor nos ha confiado, para que Él se complazca en sus “guerreros de la luz”!