Is 55,10-11
Esto dice el Señor: “Del mismo modo que descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá de vacío, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé simiente al sembrador y produzca pan para comer, así será la palabra de mi boca: no tornará a mí de vacío, pues realizará lo que me he propuesto y será eficaz en lo que le mande.”
En la Iglesia Católica se conocen desde antiguo los términos “Mesa de la Palabra” y “Mesa de la Eucaristía”. El primero se refiere a la “Mesa de la Palabra de Dios”, que precede a la Santa Eucaristía. ¡Ambos alimentos son necesarios para los fieles!
En la lectura de hoy, hemos escuchado que la Palabra de Dios no retorna a Él vacía, sino que realiza aquello que Él manda. Para explicárnoslo mejor, Dios se sirve de la comparación de la lluvia, que no vuelve al cielo vacía sino que empapa la tierra.
La Palabra de Dios, como sabemos, es Dios mismo. En el evangelio de Juan está escrito: “En el principio era la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios” (Jn 1,1). Y más adelante continúa diciendo: “La Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros” (v. 14). La Palabra eterna del Padre se hizo hombre en la Persona de Jesús.
Esta Palabra, que se hizo hombre, nos habla día tras día en las Sagradas Escrituras. En ellas podemos leer lo que Jesús, el Verbo encarnado, obró en medio de nosotros. Aunque nosotros no hayamos podido conocer físicamente a Jesús, el Verbo encarnado, su Espíritu se hace presente al escuchar o al leer la Palabra. Si esta Palabra cae en un corazón dispuesto, el Espíritu de Dios puede obrar en él: la Palabra ilumina el entendimiento y fortalece la voluntad, de modo que, con nuestro libre consentimiento, pueda realizarse aquello para lo cual Dios envió esa Palabra.
La Palabra de Dios es para nosotros orientación, claridad, alimento, vida… Esta Palabra también puede ser “rumiada”. Bajo este concepto, los Padres del desierto entendían que la Palabra debía ser movida en el corazón. Tal vez tenían en mente a aquellos animales llamados “rumiantes”, que digieren los alimentos masticándolos una y otra vez y sacando cada vez nuevos nutrientes de ellos. Aunque tal comparación pueda sonar graciosa en el primer momento, contiene ciertamente una gran sabiduría, pues aquí no se trata de cualquier palabra insignificante, sino de la misma Palabra de Dios.
Jesús mismo nos habla también acerca de la interiorización de la Palabra de Dios. En la parábola del sembrador (Mt 13,3-9.18-23), nos muestra la necesidad de que la tierra (se refiere a nuestra alma) esté bien preparada, de modo que la semilla (que es la Palabra) pueda echar profundas raíces y dar fruto.
En dicha parábola, el Señor empieza mostrándonos las condiciones negativas que impiden que la Palabra penetre profundamente: Por ejemplo, cuando no le prestamos la suficiente atención o nos dejamos llevar por las preocupaciones del día a día, olvidando la Palabra recibida. Si consideramos la información ininterrumpida que nos ofrecen los medios de comunicación modernos, sabremos bien cuántas impresiones bombardean diariamente nuestra alma en el tiempo actual. Es evidente que, si nos dejamos llevar por esta corriente de información, la Palabra no podrá penetrar en nosotros tan profundamente o no la percibiremos siquiera.
La Palabra de Dios requiere de un corazón atento. El silencio es una importante disposición para acogerla, pues Dios quiere hablarnos de tal forma que experimentemos interiormente lo especial de su Palabra.
Pero, además de la dispersión, existen también otros obstáculos que impiden que la Palabra de Dios produzca fruto en nosotros y que ese fruto permanezca. Otra dificultad mencionada por Jesús en la parábola del sembrador surge cuando llegan las persecuciones a causa de la Palabra; persecuciones porque, cuando actuamos y hablamos conforme a la Palabra, a menudo estaremos en oposición a aquello que el mundo hace y dice.
Pongo el ejemplo de una realidad concreta que siempre llevo en el corazón: el aborto. Si denunciamos claramente que el asesinato de un niño inocente es un grave crimen que nadie puede permitir, y mucho menos el Estado, que tiene la tarea de proteger a los ciudadanos, entonces nos oponemos a lo que es “políticamente correcto”, al así llamado “mainstream”.
Pero también puede sucedernos fácilmente que tengamos miedo o que temamos las consecuencias que podrían sobrevenir, de modo que preferimos ya no dar a conocer nuestra opinión sobre el aborto conforme a la verdad del Evangelio. Esta situación que he descrito sería un ejemplo de aquello que Jesús advierte: que a causa de las persecuciones ya no se defienda la Palabra. Esto indica que la Palabra aún no se ha arraigado profundamente en el corazón para obrar aquello para lo cual fue enviada.
Hoy hemos abordado los obstáculos que impiden que la Palabra de Dios dé fruto abundante en el campo de nuestro corazón. Mañana veremos cómo podemos preparar el terreno para que ella eche raíces profundas.