St 5,1-6
Atended ahora los ricos: llorad a gritos por las desgracias que os van a sobrevenir. Vuestra riqueza está podrida, y vuestros vestidos consumidos por la polilla; vuestro oro y vuestra plata están enmohecidos, y su moho servirá de testimonio contra vosotros y devorará vuestras carnes como si fuera fuego. Habéis atesorado para los últimos días. Mirad: el salario que habéis defraudado a los obreros que segaron vuestros campos, está clamando; y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido lujosamente en la tierra, entregados a los placeres, y habéis cebado vuestros corazones para el día de la matanza. Habéis condenado y habéis dado muerte al justo, sin que él os ofreciera resistencia.
Es muy grande la responsabilidad que cargan aquellos ricos que cierran su corazón y sólo se preocupan por acumular riquezas. Recordemos la parábola que nos cuenta Jesús sobre el hombre rico y el pobre Lázaro (Lc 16,19-31).
Pero su situación se vuelve intolerable cuando además adquieren injustamente estas riquezas, engañando a aquellos que, con el sudor de su frente, se ganaron su salario.
De ninguna manera se puede extraer de estas palabras de Santiago una legitimación para el marxismo, ni tampoco pretender que aquí se encontraría un fundamento bíblico para la así llamada “teología de la liberación”. Pero, eso sí, las fuertes palabras de esta lectura nos exhortan a un examen de conciencia sobre cómo manejamos los bienes terrenales, qué hacemos con los bienes espirituales que nos han sido dados y cuánta responsabilidad significa poseerlos.
Simplemente tengamos presente que todo lo que hagamos o dejemos de hacer tiene consecuencias. “En todas tus acciones ten presente tu fin”, nos dice el libro del Eclesiástico (7,36a). Pero nosotros solemos dejar de pensar en ello y simplemente nos lanzamos a actuar.
Si nuestras acciones y palabras brotan de un corazón bueno, que ya ha sido bastante purificado y ya es capaz de seguir la guía del Espíritu Santo, entonces podremos emprender el camino con mayor seguridad y generalmente podremos hacer caso a nuestros impulsos interiores.
Pero si aún no estamos tan avanzados en nuestra vida espiritual, es tanto más importante que reflexionemos sobre nuestras palabras y acciones, examinándolas a la luz de la verdad. Para ello, la Sagrada Escritura nos da reglas muy sencillas que todos conocemos y que Jesús nos llama a la memoria. Recordemos, por ejemplo, que el Señor nos dice: “Todo lo que queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo también vosotros con ellos: ésta es la Ley y los Profetas” (Mt 7,12).
El punto clave está en la aplicación concreta de estas “máximas” del Señor. Aquellos ricos a los que se dirige la lectura de hoy, ni siquiera se dignan en pensar en los preceptos de Dios. Y es que su interior ya está carcomido por la avaricia y la injusticia, y su conciencia se ha adormilado. Sin escrúpulos, irreflexiva y despiadadamente, llegan al colmo de la injusticia, porque la maldad tiende a acrecentarse cada vez más y, si no se le pone un alto, termina devorándolo todo en su insaciabilidad.
Para no llegar siquiera al abismo de una oscuridad tal, es muy aconsejable que nos opongamos inmediatamente a cualquier forma de injusticia que se manifieste en nuestras obras o palabras. No deberíamos permitir nada que podría seguir desarrollándose negativamente. Si lo hacemos en todos los ámbitos, estando siempre atentos a nuestro corazón y a nuestras actuaciones, entonces nos iremos purificando en el Espíritu del Señor. Y si fuimos débiles y cedimos a nuestras inclinaciones negativas, deberíamos arreglar inmediatamente el asunto ante Dios y, si es posible, también ante las personas afectadas.
Para evitar cualquier injusticia y avaricia, es aún más eficaz la práctica de las virtudes, con las que contrarrestamos conscientemente nuestras malas inclinaciones. Frente a la avaricia, está la generosidad. Frente a la injusticia, está el actuar justo y misericordioso. El anhelo y la práctica de estas virtudes nos consolida permanentemente en obrar el bien, y nos hace cada vez más receptivos para identificar el bien. Así, también adquirimos mayor consciencia de que debemos manejar con gran responsabilidad nuestros dones y talentos. Porque cuando hacemos el bien, éste se desplegará cada vez más, del mismo modo como el mal aumenta más y más, cuando no se lo detiene.