Lc 11,29-32
Comenzó Jesús a decir a la gente reunida junto a él: “Esta generación es una generación malvada; pide un signo, pero no se le dará otro signo que el de Jonás. Porque así como Jonás fue signo para la gente de Nínive, así lo será el Hijo del hombre para esta generación. La reina del Mediodía se levantará en el Juicio con los hombres de esta generación y los condenará, porque ella vino de los confines de la tierra a oír la sabiduría de Salomón; y aquí hay algo más que Salomón. La gente de Nínive se levantará en el Juicio con esta generación y la condenarán, porque al menos ellos se convirtieron con la predicación de Jonás; y aquí hay algo más que Jonás.”
El Señor escucha gustosamente las peticiones que le dirigimos cuando éstas corresponden a Su plan de salvación. Sin embargo, Él no está dispuesto a realizar signos y milagros cuando un corazón malvado se los está exigiendo. Conocemos bien el pasaje en que Jesús rechazó tres veces al Diablo, cuando éste lo tentó a realizar signos y milagros (cf. Mt 4,3-4). Y es que sus motivaciones eran malvadas.
Las verdaderas súplicas dirigidas al Señor están exentas de cualquier concepción mágica, aunque le sean presentadas con insistencia e intensidad. Dios actúa en el amor y en la verdad, y toda intención que se le presente ha de ser tocada por el amor y la verdad.
En el evangelio de hoy, se nos habla acerca del Juicio. Conocemos diversos pasajes del evangelio que, al hablar del Juicio, nos muestran la necesidad de realizar las obras de misericordia, pues lo que hacemos a uno de los más pequeños lo hacemos con Jesús mismo (cf. Mt 25,40). Así, el Señor nos ha trazado un claro camino para que podamos ser aprobados en el Día del Juicio.
En el texto de hoy, se nos enseña otro aspecto acerca del Juicio de Dios, que está en línea con otras alusiones bíblicas sobre este tema, y sobre el cual insisten muchas otras partes de la Escritura. Se trata de la responsabilidad que trae consigo la fe. “Al que mucho se le da, mucho se le exige” (Lc 12,48). La venida de Jesús al mundo y la gracia de Dios que nos viene a partir de este acontecimiento, es mucho más grande que todo lo que había sucedido anteriormente en la historia humana. En todos los profetas de la Antigua Alianza se manifestaba la presencia de Dios; ellos eran la voz de Dios y el Pueblo debía rendir cuentas de haber escuchado o no lo que ellos les decían.
En cambio, el Hijo es la Palabra misma de Dios; es Dios hecho hombre (cf. Jn 1,14). Por tanto, la gracia es más grande a todo lo precedente; y la luz que ahora brilla sobre el mundo es más intensa que nunca.
Como nos dice el texto de hoy, en el Juicio serán aquellos que han recibido menos gracia quienes den testimonio contra aquellos sobre quienes ha brillado una luz más grande.
Podemos comprenderlo muy bien al considerar, por ejemplo, toda la riqueza que hemos recibido en la Iglesia Católica, en comparación con el incompleto conocimiento de Dios que tienen muchos protestantes. Sin embargo, a menudo tenemos que avergonzarnos cuando vemos la gran fe y el celo de los protestantes. Lo mismo nos puede suceder con personas que pertenecen a otras religiones. En cierto sentido, ya se anticipa ahí ese juicio del que habla Jesús en el evangelio, aunque sea de forma escondida. ¡Estas experiencias pueden servirnos como impulso para tomarnos más en serio nuestra fe!
Podemos dirigirle una sincera súplica al Señor, pidiéndole que nos permita descubrir más profundamente el tesoro que hemos recibido, y que nos ayude a dar auténtico testimonio de nuestra fe. ¡Con muchísima alegría responderá Dios a una petición semejante!
Nuestro tiempo de vida es limitado, y San Pablo nos exhorta a emplearlo bien (cf. Ef 5,16). La Sagrada Escritura nos sacude, invitándonos a tomarnos en serio las advertencias hechas al Pueblo de Israel y a reflexionar sobre la responsabilidad que nos ha sido confiada.
Toda advertencia busca poner ante nuestros ojos la seriedad de una situación, de manera que activemos nuestras fuerzas para tomar las decisiones correctas. Esto no quiere decir que debamos tenerle miedo a Dios; sino, más bien, que no hemos de desaprovechar la hora de la gracia, ni desoír las voces de advertencia provenientes de fuera o de dentro.