“Debe darse una transformación total, una renovación completa de la mente humana a través del Espíritu Santo” (Palabra interior).
Una vez que nos sentimos seguros del amor de nuestro Padre y recuperamos nuestra libertad en el “océano de su amor”, aun estando conscientes de nuestras limitaciones, debilidades y derrotas, es precisamente este amor el que quiere transformarnos. En efecto, no debemos seguir siendo niños para siempre, sino que hemos de madurar hasta llegar a la edad adulta y convertirnos en cooperadores en el Reino de Dios.
A través de la obra del Espíritu Santo, se despliega en nosotros la belleza y la solidez de la vida espiritual interior. Nuestros ojos se abren cada vez más y adquirimos una nueva forma de pensar, que no se rige principalmente por los criterios de lo que sea útil y práctico, o puramente razonable. Tampoco persigue sus propios intereses, sino que es un pensamiento renovado en el Espíritu Santo.
Él empieza a iluminarnos cada vez más y nos enseña a verlo todo desde la perspectiva de Dios, a verlo “con sus ojos”, por así decir. De hecho, el Espíritu Santo es el huésped de nuestra alma que clama: “Abbá, amado Padre” (Rom 8,15). Con esta sola exclamación, nos ha dado ya una gran luz. El hecho de poder dirigirnos al Dios Todopoderoso con este tierno Nombre genera una profunda intimidad y cercanía hacia nuestro Padre. Así, pues, es el Espíritu Santo quien nos conduce al verdadero conocimiento de Dios, que no consiste solamente en un saber teológico, sino que nos introduce en un nuevo nivel del amor a Él. ¡Esto es esencial!
Sobre esta base, el Señor quiere ahora renovar toda nuestra mente. Sólo cuando aprendemos a reconocer la amorosa mano creadora de Dios en todo; sólo cuando nuestro pensamiento es capaz de penetrar las cosas naturales al relacionarlas con nuestro Padre; sólo cuando empezamos a ver todas las circunstancias de la vida a su luz; sólo entonces nuestra mente humana habrá sido iluminada y completamente renovada.