St 3,1-10
Hermanos míos, no pretendáis muchos ser maestros, pues habéis de saber que tendremos un juicio más severo;porque todos caemos muchas veces. Si alguno no peca de palabra, ése es un hombre perfecto, capaz de refrenar todo su cuerpo. Si ponemos frenos en la boca a los caballos para que nos obedezcan, podremos dirigir todo su cuerpo. Mirad también las naves: aunque sean tan grandes y las empujen vientos fuertes, un pequeño timón las dirige adonde quiere el piloto. Del mismo modo, la lengua es un miembro pequeño, pero va presumiendo de grandes cosas.
¡Mirad qué poco fuego basta para quemar un gran bosque! Así también la lengua es un fuego, un mundo de iniquidad; es ella, de entre nuestros miembros, la que contamina todo el cuerpo y, encendida por el infierno, inflama la rueda de la vida desde sus comienzos.Todo género de fieras, aves, reptiles y animales marinos puede domarse y de hecho ha sido domado por el hombre; sin embargo, ningún hombre ha podido domar la lengua. Es un mal siempre inquieto y está llena de veneno mortífero. Con ella bendecimos a quien es Señor y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, hechos a imagen de Dios. De la misma boca salen la bendición y la maldición. Esto, hermanos míos, no debe ser así.
El Apóstol nos deja bien en claro cuánto podemos fallar con nuestras palabras. Éstas pueden ser un veneno mortífero. Recordemos cómo nuestro Señor fue burlado (Mt 27,29)… ¡Qué fea es la mofa y el desprecio; cuán reprobable un lenguaje frívolo e hiriente!
El ascenso de Adolf Hitler al poder, que lo convirtió en dictador de Alemania, se debió en gran parte a la propaganda, pregonada por su “lengua”, el ministro Joseph Goebbels, para llevar a las personas a una especie de frenesí, en cuya embriaguez estaban dispuestos a seguir a un hombre que, entre otros crímenes, fue culpable del Holocausto del Pueblo judío. Una lengua llena de veneno y maldad, encendida por el infierno…
Encontraremos muchos ejemplos que confirman la veracidad de las palabras del Apóstol Santiago.
Sin embargo, conviene mirarnos también a nosotros mismos, para seguir el último consejo que nos ofrece esta lectura, después de dejar claro que “de la misma boca salen la bendición y la maldición”: “Esto, hermanos míos, no debe ser así.”
Por tanto, nuestras palabras han de estar impregnadas de amor y de verdad. De nuestros labios no deberían salir palabras malas; sino aquellas que edifican, consuelan y fortalecen.
Pero además de cerrar nuestros labios a toda palabra negativa, también hemos de evitar cada vez más las palabras inútiles, que “matan el espíritu”.
Entonces, ¿qué podemos hacer?
Lo más importante para refrenar nuestra lengua es la purificación del corazón, porque de ese corazón proceden los malos pensamientos y todas las otras cosas que Jesús nos hace ver (Mt 15,19). Con un corazón purificado, será mucho más fácil que de nuestros labios salgan palabras que traigan bendición a los demás (Lc 6,45).
Pero hay un largo camino por recorrer hasta alcanzar la pureza del corazón. Aún se nos escapan palabras que sería mejor no pronunciar. Quizá lo notamos después, pero entonces suele ser demasiado tarde. No somos capaces de callar y nos dejamos inflamar con facilidad. En lugar de reflexionar primero, de orar y de elegir cuidadosamente las palabras que vayamos a pronunciar, nos dejamos llevar y terminamos hablando irreflexivamente.
El siguiente consejo podría ayudarnos a lidiar con nuestra lengua: lo llamaré la “regla de los tres días”. Este consejo es especialmente útil cuando se trata de asuntos que nos afectan mucho, cuando estamos siendo atacados, cuando recibimos noticias difíciles, cuando surgen situaciones de crisis o también cuando notamos que no conviene reaccionar espontáneamente. Por supuesto que la “regla de los tres días” sólo puede aplicarse en situaciones que no exijan una respuesta inmediata de nuestra parte.
Supongamos, entonces, que nos encontramos en una situación conflictiva…
Por lo general, el primer día tendremos que lidiar mucho con las emociones que se despiertan en nosotros cuando se tocan ciertos temas. Estas emociones tenemos que procesarlas en oración, ante el Señor. Esto significa entregarle a Él una y otra vez cualquier sentimiento negativo, como la ira o cualquier otro que se agite en nuestro corazón. En esta fase, aún no deberíamos estar pensando en qué ni cómo responder.
El segundo día, cuando ya no estamos tan atrapados en nuestra primera reacción emocional, empezamos a reflexionar sobre lo que nos ha acaecido. Por lo general, ya seremos más capaces de ver la situación con mayor objetividad. Ya no nos quedamos en una posición meramente defensiva, y también podremos entender mejor la situación de la otra persona en cuestión. Nuevamente debe acompañarnos la oración a lo largo del segundo día, también por aquel o aquellos con quienes surgió el conflicto.
Llegados al tercer día, cuando nuestro corazón haya recuperado más la calma, le preguntaremos al Espíritu Santo cuál es la mejor forma de responder y qué es lo que más sirve en la situación dada.
¡Pongamos en práctica este consejo!