En ninguna parte podremos experimentar tal pureza del amor como en el encuentro con Dios. Nosotros, los hombres, estamos necesitados del amor y no podemos vivir sin él. Esto no es una deficiencia; sino que hace parte de la naturaleza con que Dios, en su sabiduría, nos creó. Así, somos receptivos al amor y, a su vez, se lo damos a otras personas, sirviéndoles de esta manera.
Dios, en cambio, es el amor mismo (cf. 1Jn 4,8), que no necesita nada y posee en sí mismo la plenitud. Este amor envuelve al hombre como fuente pura de gracia. En el Mensaje a la Madre Eugenia, el Padre nos dice:
“Desde la creación del hombre, ni un solo instante he dejado de estar cerca de él. Como su Creador y Padre, siento la necesidad de amarlo. No es que Yo lo necesite, pero Mi amor de Padre y Creador me hace sentir la necesidad de amar al hombre. Entonces, Yo vivo cerca del hombre, lo sigo a todas partes, le asisto en todo, le proveo de todo. Yo veo sus necesidades, sus penas, todos sus deseos; y Mi mayor felicidad es ayudarle y salvarlo.”
Al encontrarnos con este amor, somos conducidos a la plena libertad de los hijos de Dios. Sabemos que este amor es un regalo inmerecido y que, no obstante, nos envuelve siempre. Precisamente esta certeza nos libera de aquella tensión interior de creer que tenemos que merecer o ganarnos el amor. Entonces podremos arrojarnos confiadamente en los brazos de Dios. ¿Podría acaso esta certeza inducirnos a ser más descuidados en nuestra respuesta a su amor? ¡De ninguna manera! Por el contrario, este amor suyo puede despertarnos, de modo que nuestro amor se vuelva más desinteresado, más libre y más perseverante, convirtiéndose así en un “amor hermoso”.