Cuando despierto en la mañana, Tú, Padre, ya estás ahí, y toda la noche has velado sobre mí. Entonces esperas que me dirija a Ti y que mi primera palabra te sea consagrada a Ti. ¡Sí, Padre, ¡de buena gana y con alegría lo haré! Pero a veces lo olvido y me dejo llevar por los estados de ánimo. ¡Qué lástima!
Cuán importante es esta primera palabra: ¡el saludo a Ti! Ella me coloca en la verdad del ser, pues ¿quién en el orden de la Creación redimida no te saludaría?
Todos los ángeles y santos, ardiendo de amor por ti, te cantan alabanzas. Las almas de los difuntos esperan en tu misericordia, para contemplarte pronto de faz en faz. ¿Y las criaturas irracionales? También ellas, con su sola existencia, proclaman tu alabanza, pues de Ti han recibido la vida.
El libro de la Sabiduría nos dice:
“Quien madrugue para buscarla [la sabiduría], no se fatigará, que a su puerta la encontrará sentada. Radiante e inmarcesible es la Sabiduría. Fácilmente la contemplan los que la aman y la encuentran los que la buscan.” (Sab 6,14.12)
Tú, Padre, eres la fuente de toda sabiduría. Meditar sobre ti y sobre tu amor es la “perfección de la prudencia” (Sab 6,15).
Ahora tengo un nuevo día por delante; un día creado por ti, también para mí. Permíteme vivirlo de tal forma que, antes de que llegue la noche, pueda decir: “¡Gracias, Padre! Este día fue un buen paso para acercarme a Ti en el camino hacia la eternidad. Tu sabiduría estuvo conmigo, y me asistió en todos mis trabajos (cf. Sab 9,10).”