Jn 1,6-18
Hubo un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Éste vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos creyeran. No era él la luz, sino el que debía dar testimonio de la luz. El Verbo era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo se hizo por él, y el mundo no le conoció. Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron. Pero a cuantos le recibieron les dio la potestad de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios. Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y clama: “Éste era de quien yo dije: ‘El que viene después de mí ha sido antepuesto a mí, porque existía antes que yo’.”
Pues de su plenitud todos hemos recibido gracia por gracia. Porque la Ley fue dada por Moisés; la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás; el Dios Unigénito, el que está en el seno del Padre, él mismo lo dio a conocer.
Dios concede a su Pueblo –y, por tanto, a toda la humanidad– un testigo fidedigno para dar testimonio del Hijo de Dios. Es el gran profeta Juan, de quien Jesús dirá que “entre los nacidos de mujeres, no hay mayor profeta que él” (Lc 7,28).
En el cristianismo de Oriente, a veces se denonima al Bautista como el “Segundo Precursor de la Venida de Cristo”, considerando al Profeta Elías como el primer precursor. Su misión fue preparar al Pueblo para la venida del Mesías, llamándolo a la conversión.
En efecto, el llamado a la conversión resuena a lo largo de toda la Sagrada Escritura y no ha perdido actualidad en nuestros días. Los hombres han de apartarse de los caminos torcidos y responder a la invitación del amor de Dios. Al encontrarse con Aquel que es la verdadera luz, no pueden permanecer en las tinieblas sin precipitarse en la desgracia y caer en las trampas del mal. Aunque la paciencia de Dios sea infinita y toque ininterrumpidamente a las puertas del corazón hasta la hora de su muerte, existe la triste posibilidad de que el hombre se cierre y desoiga el llamado a la conversión de un Juan Bautista.
Dios, nuestro Creador y amoroso Padre, vino a este mundo en la Persona de su Hijo para revelar a los hombre su amor. Pero, como nos dice el Evangelio de San Juan, “los suyos no lo recibieron”. Hasta el día de hoy tenemos que repetir con dolor estas palabras. ¡Cuántas veces el Señor está esperando a la puerta de un corazón y no puede entrar! Entonces no puede cumplirse su intención de iluminarlo con su luz, de revelarle la bondad de Dios y hacerle capaz de seguir la invitación a vivir como hijo suyo.
Pero también hay quienes lo reciben. ¡Qué cambio se produce entonces! El prólogo de San Juan dice que “a cuantos le recibieron les dio la potestad de ser hijos de Dios”. Se trata del poder del amor, que empieza a determinar la relación entre Dios y el hombre. Cuanto más penetra en nosotros esta luz, cuanto más capaces nos volvemos de recibirla y de caminar en ella, tanto más natural y confiada se torna nuestra relación con el Padre Celestial. Se nos otorga entonces la gracia de sanar la consecuencia tan dolorosa de la caída en el pecado, la pérdida del Paraíso, en cuanto que se restablece la relación amorosa y familiar con Dios.
En lo profundo de nuestro ser, la gracia puede sanarnos de ese desamparo existencial que a menudo sentimos los hombres después de haber perdido el Paraíso. Volvemos a casa, con la certeza de que ya no nos encontramos sumidos en un vacío cósmico sin fondo y sin salida, sino envueltos por el amor de un verdadero Padre. Es propio de esta relación íntima con Dios el que sus hijos adquieran poder sobre su Corazón paternal, pues, habiendo nacido de Dios, tienen acceso a Él.
El “nacer de Dios” es realmente un nuevo nacimiento, que sucede sacramentalmente en el Santo Bautismo y se despliega cuando seguimos al Espíritu de Dios. Entonces empezamos a ver las cosas a su luz, tanto a Dios como al mundo. Es el Espíritu Santo quien lleva a cabo esta obra en nosotros, acompañándonos después de este nuevo nacimiento y ocupándose de que, al seguir sus indicaciones, maduremos hasta llegar espiritualmente a la edad adulta.
La Ley de Dios fue el “pedagogo” hasta la venida del Mesías (Gal 3,24), para custodiar y preparar a Israel. Pero, una vez estando entre nosotros el Hijo de Dios, se cumplen las promesas. El Corazón de Dios se abre de par en par para toda la humanidad, y la puerta es su Hijo Unigénito, “el que está en el seno del Padre” y nos lo dio a conocer.
San Juan lo sabe y nosotros también. Pero aún son tantas las personas que deben enterarse de que “la gracia y la verdad vinieron por Jesucristo”. ¡Nunca nos cansemos de creerlo y de anunciarlo!