La Palabra de Dios

Ez 2,8–3,4

“Y tú, hijo de hombre, escucha lo que voy a decirte; no seas rebelde como ellos. Abre la boca y come lo que te voy a dar.” Al mirar, vi una mano tendida hacia mí, que sostenía un libro enrollado. Lo desenrolló ante mí: estaba escrito por el anverso y por el reverso; había escrito: “Lamentaciones, gemidos y ayes.” Luego me dijo: “Hijo de hombre, come lo que se te ofrece; come este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel.” Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo, y me dijo: “Hijo de hombre, aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy.” Lo comí y me supo dulce como la miel. Entonces me dijo: “Hijo de hombre, ve a la casa de Israel y háblales con mis palabras.”

“Casa de rebeldía”… ¡Qué término tan expresivo para describir las dificultades que tiene Dios con su pueblo! Terco, rebelde, cerrados los ojos de su espíritu, tapados sus oídos, siguiendo las malas inclinaciones de su corazón… Eso por recordar sólo algunas de las expresiones que conocemos de la Sagrada Escritura.

Sabemos lo que sucedió cuando vino el Señor para ofrecer la Redención en primera instancia a los hijos de Israel: Todos los obstáculos anteriormente mencionados impidieron que el Pueblo escogido acogiera el mensaje de auténtica paz con Dios y con los hombres. Cuando escuchamos este tipo de palabras, conviene que nos examinemos nosotros mismos, cuestionándonos si acaso en nuestro corazón también se encuentran tales obstáculos. En caso de que sea así, hemos de presentarlos persistentemente a Dios en la oración, para que puedan ser superados.

En lugar de seguir nuestras malas inclinaciones y cerrarnos con rebeldía a la gracia, o al menos ponerle impedimentos, deberíamos acoger la Palabra de Dios tal como le fue dirigida al profeta.

En el Libro del Apocalipsis volvemos a encontrarnos con la imagen del rollo que debe ser comido (Ap 10,8-10). Esta comparación nos indica que la interiorización de la Palabra de Dios es la condición previa para poder anunciar de forma apropiada las indicaciones del Señor.

Aquí, pues, hemos llegado a un aspecto que es esencial que nosotros mismos pongamos en práctica: la lectura bíblica diaria es indispensable, tanto para profundizar nuestra relación con Dios como para evangelizar de forma auténtica.

Los padres del desierto, es decir, aquellos hombres que se retiraron al desierto para dedicarse enteramente a una vida de oración, hablan de que hay que “rumiar” la Palabra de Dios, así como ciertos animales lo hacen con su alimento. Esto se acerca mucho al sentido de la lectura de hoy, que deja en claro que el profeta debe quedar imbuido por la Palabra de Dios. ¡No es suficiente con haberla escuchado una vez para luego volver a olvidarla! La Palabra de Dios ha de producir fruto en nosotros; ha de iluminarnos y fortalecernos. Es por eso que debe ser interiorizada y hace falta escucharla una y otra vez.

Existen diferentes métodos para que la Palabra pueda echar raíces en nosotros.

Aparte de la lectura bíblica –de ser posible entre 15 y 30 minutos diarios–, podemos, por ejemplo, tratar de complementar nuestra lectura personal con buenas explicaciones de la Escritura. Tenemos, por ejemplo, a los Padres de la Iglesia, que han interpretado auténticamente la Palabra de Dios. ¡Siempre será enriquecedor leer sus explicaciones!

Otra forma de interiorizar la Palabra de Dios es la meditación. Ciertas personas, que tienen una fantasía vívida, pueden imaginarse las escenas bíblicas. Pueden, por ejemplo, contemplar a Jesús de camino con sus discípulos, y entonces, con su imaginación, se colocan a sí mismos dentro del grupo que lo seguía, para escuchar al Señor e incluso hacerle preguntas…

También la memorización de ciertos pasajes de la Escritura ayudará a interiorizar más la Palabra de Dios. Convendría, por ejemplo, sabernos de memoria ciertos salmos o las Bienaventuranzas… Este aspecto podría ser importante también por otra razón. No sabemos si, en estos tiempos de creciente confusión anticristiana, podamos llegar a sufrir persecuciones concretas. En todo caso, tenemos que contar con ellas. Entonces, también teniendo en vista estas amenazas, conviene coleccionar y poseer en nuestra memoria un tesoro de las Palabras de Dios.

Otra opción para interiorizar la Palabra de Dios consiste en repetir una y otra vez en la mente y en el corazón alguna frase concreta de la Sagrada Escritura. Podríamos, por ejemplo, extraer una frase de la lectura de cada día y moverla en nuestro corazón. También se lo puede hacer en un lapso de tiempo más prolongado. Ciertas palabras del Señor pueden convertirse en un lema para nuestra vida espiritual. Para mí, personalmente, fue muy importante aquella frase de Jesús: “Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra” (Jn 8,7). O también aquella otra: “Te he llamado por tu nombre. Tú eres mío.” (Is 43,1); o esta otra: “Mirad las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? ” (Mt 6,26). Entonces, la realidad espiritual de estas frases nos impregna y fructifica en nuestro interior.

También es bueno dialogar sobre la Palabra de Dios en grupos de oración, escuchar o leer buenas predicaciones, etc… En pocas palabras, existen muchas posibilidades de alimentarse con la Palabra de Dios.

Insisto: lo esencial consiste en que ella nos impregne, como sugiere la lectura de hoy. Porque, ¿cómo creerán las personas si no escuchan la Palabra de Dios? (cf. Rom 10,14). No basta con conocer bien las palabras de la Biblia; sino que hemos de moverlas en nuestro corazón, como lo hacía la Virgen María (cf. Lc 2,51); nuestros pensamientos deben estar orientados hacia la Palabra de Dios; y de ella hemos de recibir las indicaciones adecuadas. Entonces la Palabra de Dios podrá brillar en nuestro interior y permanecer allí como lumbrera.

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