Hb 4,12-16
Viva es la Palabra de Dios y eficaz, más cortante que cualquier espada de dos filos. Penetra hasta la división entre alma y espíritu, articulaciones y médulas; y discierne sentimientos y pensamientos del corazón. No hay cristura invisible para ella: todo está desnudo y patente a los ojos de Aquel a quien hemos de dar cuenta.
Teniendo, pues, un gran sumo sacerdote que penetró en los cielos –Jesús, el Hijo de Dios–, mantengamos nuestra confesión de fe. Pues no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, ya que ha sido probado en todo como nosotros, excepto en el pecado. Por tanto, acerquémonos confiadamente al trono de la gracia, para que alcancemos misericordia y encontremos la gracia que nos ayude en el momento oportuno.
Aquí se nos presenta la Palabra de Dios en su función purificadora. Ante ella estamos desnudos; no subsiste máscara alguna; todo está “patente a los ojos de Aquel a quien hemos de dar cuenta.”
¿Un motivo para asustarnos?
¡No! ¡Una gracia grande! En la hora de nuestra muerte, veremos todo tal como Dios lo ve. Será retirado todo velo que ahora aún nubla nuestra visión, y despertaremos plenamente a la realidad. La Palabra de Dios nos ayuda a anticipar esto, en cuanto que una y otra vez nos dirige a la verdad y nos invita a abrirnos enteramente a ella. Sí, tiene que dividir: la luz de las tinieblas; la verdad de la mentira y el error…
“El Espíritu de la verdad os conducirá a la verdad plena” –nos dice Jesús (Jn 16,13). Por eso es tan importante pedirle siempre al Espíritu Santo que nos permita comprender las Palabras del Señor: por un lado, para conocerlo mejor a Él; y, por otro, también para vernos a nosotros mismos en Su luz, de modo que no caigamos en el autoengaño.
Quizá percibamos aún en nosotros algo como “zonas grises”, donde hace falta una claridad definitiva y que, por tanto, preferimos mantener ocultas. Posiblemente incluso tengamos un poco de miedo ante un conocimiento total y verdadero de nosotros mismos. Sin embargo, la lectura de hoy debería movernos a ponernos en camino para superar todas las barreras interiores y deshacernos de estas sombras que nos acompañan.
Después de las palabras iniciales, que nos hacen ver la Palabra de Dios como una espada sumamente afilada y cortante, lo que sigue a continuación nos reconforta: “Pues no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, ya que ha sido probado en todo como nosotros, excepto en el pecado.”
Así, queda claro que no estamos expuestos ante una verdad implacable y que la espada no tiene como objeto matarnos; sino que, antes bien, nos encontramos ante el Señor, quien se apiada de nosotros. Ciertamente Él no pasa por alto nuestros pecados, como si no tuviesen importancia; sino que nos conoce y está consciente de nuestra debilidad y de las tentaciones. ¡Pero es una mirada de amor la que se posa sobre nosotros! No es que Dios quiera “ajustar cuentas” con nosotros; sino apiadarse y conducirnos al camino recto.
Aquí entendemos aún más profundamente lo que significa: “La Palabra se hizo carne” (Jn 1,14). ¡La Palabra es Jesús mismo! ¡El Juez es, al mismo tiempo, el Salvador; la misericordia prevalece sobre el juicio (cf. St 2,13)!
Por eso, podemos acercarnos confiadamente al trono de la gracia, con alegría y fervor, y poner toda nuestra vida en orden ante Dios. No hay nada que Él no sepa; no hay nada que Él no nos perdone, siempre y cuando se lo pidamos sinceramente y nos convirtamos.
La última frase de la lectura de hoy debería resonar en nosotros: que encontremos “la gracia que nos ayude en el momento oportuno”. ¡Ahora estamos aún en la hora de la gracia! ¡Hoy!
No sabemos qué nos traerá el mañana. Si tenemos que convertirnos más profundamente, nunca deberíamos postergarlo. Precisamente estos tiempos apocalípticos nos enseñan a actuar en el “ahora”. Precisamente cuando ya no podemos hacer planes en nuestra vida como lo hacíamos antes y no sabemos lo que vendrá mañana… Entonces, pidámosle al Señor sin temor que haga a un lado todo aquello que aún es un obstáculo; y que derrame en nosotros Su luz, para que pueda dividir el alma y el espíritu, y despertemos plenamente a la realidad de Dios y dejemos de soñar.
Nuestro despertar será importante también para aquellos que aún no conocen el trono de la gracia y siguen atrapados en sus pecados y errores. ¡Quizá nosotros podamos ayudarles!