Is 1,10.16-20
Escuchad la palabra de Yahvé, regidores de Sodoma; oíd la construcción de nuestro Dios, pueblo de Gomorra. Lavaos, purificaos, apartad vuestras fechorías de mi vista, desistid de hacer el mal y aprended a hacer el bien: buscad lo que es justo, reconoced los derechos del oprimido, haced justicia al huérfano, abogad por la viuda.
Vamos a discutir esto –dice Yahvé–. Aunque fuesen vuestros pecados rojos como la grana, como nieve blanquearán; y así rojeasen como el carmesí, como lana quedarán. Si aceptáis obedecer, lo bueno de la tierra comeréis: pero si rehusáis y os oponéis, por la espada seréis devorados. Ha hablado la boca de Yahvé.
Dios no deja de llamar a la conversión a los pueblos. ¡Hasta el día de hoy lo sigue haciendo! Él envía a sus mensajeros para que recuerden y adviertan a las naciones la importancia de la conversión y de vivir conforme a ella. En este llamado, el Señor siempre tiene en vista a los más desfavorecidos, a aquellos que más necesitan ayuda y que fácilmente quedan en el olvido. Nosotros, los hombres, tendemos a olvidar a estos tales; Dios, en cambio, no es así. Él ve la necesidad y responde con compasión, mientras nos recuerda a nosotros, los hombres, que debemos actuar del mismo modo.
En contraste con el proceder malvado y pecaminoso de Sodoma y Gomorra, tenemos la constante disposición de Dios a perdonar. Ésta es de las características más maravillosas con las que uno se puede encontrar. A través de ella, podemos hacernos una idea del Corazón de Dios, que permanece abierto para el hombre incluso cuando éste ha perdido su rumbo y practica el mal. El perdón es una constante oferta del amor de Dios.
¿Cuál realidad humana podría ayudarnos a comprender mejor la magnitud del amor y del perdón de Dios? Tal vez lo que más se asemeja a esta actitud básica de Dios es el amor de una madre, que está al lado de su hijo aun cuando éste anda por malos caminos.
Hoy tenemos tanta necesidad de este amor divino como en su tiempo lo tenían Sodoma y Gomorra, aquellasciudades llenas de vicios sobre las cuales terminó recayendo el juicio de Dios. Dios no quiere que permanezcamos en un estado que acarree deplorables consecuencias. No lo quiere para nuestra vida personal ni para la vida pública.
Entonces, ¿qué puede hacer nuestro Señor para que los hombres no se pierdan eternamente y para que incluso en esta vida no tengan que cargar las consecuencias de sus malos actos?
En primer lugar, vemos la paciencia de Dios. Él no se cansa de llamar a los hombres por medio de su Hijo, cuya voz resuena especialmente a través de la Iglesia. Ella es y debe ser la escuela en que los hombres aprendan a hacer el bien, en la que se encuentren con la auténtica voz de Dios, en la que se fortalezca la familia para que ésta sea, a su vez, una escuela para practicar el bien.
La Iglesia también debería ser la voz profética en la esfera pública, llamando a los hombres a la conversión. En este sentido, es importante que el pecado sea señalado como pecado, pues, al mismo tiempo que Dios le ofrece al hombre la posibilidad de la conversión, también le hace ver su mal actuar. Si se deja de llamar al pecado por su nombre, la voz profética se entibiece y deja al hombre y a la sociedad en el letargo del autoengaño, cuyo despertar podría ser muy amargo. Lamentablemente, con el paso del tiempo, uno puede acostumbrarse al estado de pecado, de modo que ya no nos parece tan grave o incluso, en el peor de los casos, lo vemos como algo positivo.
Sin embargo, no se puede abusar de la paciencia de Dios ni postergar el tiempo de la conversión, como nos muestra la lectura de hoy.
Pero, ¿qué puede hacer Dios cuando los hombres y las naciones simplemente no quieren convertirse, sino que siguen acumulando pecado sobre pecado y no aceptan el ofrecimiento del perdón de Dios ni escuchan el llamado a la conversión?
En ocasiones, a Dios no le queda otra opción que enviar advertencias, que a uno que otro pueden ayudarle, pero que no siempre llevan a un cambio real y duradero.
Entonces, Dios se dirige a aquellos que ya han escuchado su llamado. A éstos les exhorta a cumplir aún mejor su voluntad y a poner su vida enteramente a su servicio. El Papa Pío XII dijo en una ocasión: “Misterio verdaderamente tremendo y que jamás se meditará bastante el que la salvación de muchos dependa de las oraciones y voluntarias mortificaciones de los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo” (Encíclica Mystici Corporis Christi, 19)
Aquí volvemos a echar una mirada en lo más profundo del Corazón amantísimo de Dios. Él no hace prevalecer la justicia de que el hombre y cada pueblo coseche aquello que ha sembrado; sino que su misericordia lo impulsa ahora a invitar a los suyos, aquellos en quienes su amor ya puede actuar y crecer, a hacer aún más, a amar más, a practicar obras de misericordia espirituales en reparación por las transgresiones de otros y a pedir perdón en nombre suyo. Es el Espíritu del Señor el que impulsa a obrar así, pues Él mismo murió en la cruz por nuestros pecados, sufriendo en representación por nosotros.
Vemos, pues, que Dios se vale de todos los medios para llegar a nosotros, los hombres, y envió incluso a su propio Hijo, para que los hombres pudieran obtener en Él el perdón de sus culpas.
Un gran problema en nuestro tiempo, que desgraciadamente se difunde cada vez más, sobre todo en los países europeos, es la ceguera con respecto a lo que es el pecado. No pocas veces, se le da importancia sólo a una cierta categoría de transgresiones, sean reales o supuestas; por ejemplo, la contaminación del medio ambiente, la falta de tolerancia, ciertos comportamientos antidemocráticos, entre otros…
En cambio, los pecados graves, que tienen terribles consecuencias incluso para las generaciones futuras, ni siquiera son considerados pecados, sino que más bien son aplaudidos. Por ejemplo: el aborto, otras desviaciones morales, la relativización y el apoyo de formas de vida perversas, etc.
¿Qué más puede hacer el Señor en estas circunstancias?
Aquí pretenderíamos entrar en un campo que normalmente no nos es accesible. Nosotros desconocemos los caminos que Dios tiene para llevar todo a un buen fin. Sólo podemos aferrarnos a esta certeza: Dios no quiere la muerte del pecador (Ez 18,23), Dios no quiere destruir ninguna nación. ¡Su amor agota todos los recursos para llegar al hombre! Sin embargo, el hombre, por su parte, tiene que aceptar el ofrecimiento de Dios y no cerrarse hasta la muerte.
Pongamos en el corazón de nuestra Madre María nuestro profundo deseo de que tanto nosotros mismos como también otras personas respondan sinceramente al llamado a la conversión de parte de Dios. Al inicio de esta meditación había mencionado que el amor de una madre es quizá la realidad humana que más se asemeja al amor misericordioso de nuestro Padre Celestial. ¡Esto se cumple aún más en la Madre de Dios, quien acogió su amor más que cualquier otra creatura! Ella conocerá caminos para llegar a los corazones, que nosotros ignoramos.