“De día el Señor me hará misericordia,
de noche cantaré la alabanza del Dios de mi vida” (Sal 42,9).
Un alma atenta espera siempre al Señor y experimenta su auxilio en pleno día, cuando tiene que realizar todas las tareas que se le encomiendan. Cuando ella acoge la bondad de Dios, que la acompaña siempre como un cálido rayo del “sol que nace de lo alto”, nuesto Padre la hace capaz de todo. De este modo, cada día se convierte en una posibilidad de que Dios derrame su bondad en este mundo a través de nuestro servicio cotidiano.
Pero también la noche se convierte en día para el alma, cuando ella hace resonar “la alabanza del Dios de mi vida”. No hay nada que arroje tanta luz a este mundo, aun en sus horas más oscuras, que aquellos momentos en que un alma se eleva en alabanza a Dios y ensalza la bondad de su Padre Celestial. ¡Todo el cosmos debe oírlo! El alma se une a los coros de los ángeles y a todas las criaturas que alaban sin cesar a Dios.
Si el día brilla por las buenas obras y la noche es transfigurada por el amor, Dios puede conceder su Presencia sanadora a todos los hombres y buscar una y otra vez los caminos para llegar a los corazones de sus hijos. Son éstos los lugares espirituales a través de los cuales el Padre comunica su gracia y su auxilio al hombre.
La puerta siempre abierta para todos los hombres es el Hijo de Dios, que trajo la luz a las tinieblas: “La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron” (Jn 1,5). En Jesús, aun la noche más oscura se torna clara como el día (cf. Sal 138,12). Ni siquiera las tinieblas del pecado pueden resistir ante su amor, si tan sólo el alma acoge la “hora de la gracia” que se le ofrece.
Cada alma que hace realidad lo que nos propone el verso de este salmo, coopera en el plan de nuestro Padre Celestial de llevar a los hombres de regreso a casa. Ella misma se convierte en día:
“Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte” (Mt 5,14).