«Para el moribundo, la música es como una hermana; es el primer dulce sonido del más allá; y la musa del canto es la hermana mística que señala el cielo» (San Buenaventura).
Con estas palabras, San Buenaventura se habrá referido, sobre todo, a la música sacra que, especialmente en tiempos pasados, resonaba en los monasterios. La música sacra es inspirada por los ángeles y resuena para la alabanza de Dios, proclamando así su gloria.
Si ya aquí, en la tierra, la música sacra puede trasladarnos a un estado que despierta en nosotros el anhelo del cielo y nos hace sentir que podríamos “morir” a causa de tanta belleza, probablemente sólo puede ser superada por el canto de los ángeles en el cielo. Cuando San Francisco de Asís recibió la gracia de escuchar cantos celestiales, exclamó que, si escuchaba una sola nota más, moriría de amor a Dios. Roy Schoeman, que tuvo la gracia de encontrarse con la Virgen María en una visión, describió su voz en estos términos: «Su voz estaba hecha de lo que convierte a la música en música».
En la frase de hoy, san Buenaventura establece una relación entre la música celestial y un moribundo que se acerca a una muerte dichosa. Si la musa del canto consiguió despertar en él el anhelo del cielo mientras aún estaba en la tierra, ahora le esperará cuando concluya su peregrinación por este mundo y se encuentre con el Padre Celestial en la eternidad. La música sacra se ha desposado con su alma y ahora la acompaña, convirtiéndose en señal de hacia dónde se dirige: da testimonio del cielo.
La música sacra es un regalo especial del amor de Dios. Santa Hildegarda de Bingen la describió como el último recuerdo del Paraíso perdido. Viene del cielo, nos recuerda al cielo y nos acompaña al cielo.