1Cor 7,32-35
Hermanos: me gustaría veros libres de preocupaciones. El que no está casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradarle. El casado se preocupa de las cosas del mundo y de cómo agradar a su mujer, lo que le obliga a estar dividido. La mujer no casada y la virgen se preocupan de las cosas del Señor, para ser santas en el cuerpo y en el espíritu; la casada, sin embargo, se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido. Os digo esto sólo para vuestro provecho, no para tenderos un lazo, sino en atención a lo que es más noble y al trato con el Señor, sin otras distracciones.
El Apóstol Pablo expresa aquí un deseo suyo; y no un mandato. Sin embargo, es un deseo que procede de un corazón profundamente apostólico y que ciertamente se relaciona también con la expectativa del Retorno del Señor.
San Pablo nota que los no casados pueden ser más libres para el Señor. En nuestra Iglesia conocemos esta forma de vida en las órdenes religiosas y en el sacerdocio.
¡En efecto es así! En la esencia misma de una tal decisión por el Señor –que es lo que llamamos vocación– está el no preocuparse tanto de las cosas de este mundo, lo cual sería inevitable en una vida familiar. La singularidad de la relación de amor con Jesús hace que la mirada se enfoque indivisa en los asuntos del Señor: “Se preocupa de las cosas del Señor”.
¡Así es como debería ser! Sería una gran contradicción si uno renunciara al matrimonio y a las cosas de este mundo por causa del Señor, pero luego se ocupara innecesariamente de todo tipo de asuntos mundanos. Así se perdería el sentido y el esplendor de una tal vocación. Un religioso o un sacerdote mundano es una herida latente.
El Apóstol quiere animar a los cristianos a optar por ese camino de entrega total al Señor. Lo hace porque ama a Cristo, y porque desea que el mayor número posible de personas esté también totalmente a disposición Suya y arda por el evangelio. San Pablo sabe que, por lo general, es más fácil realizarlo en una vida célibe. Esto no va en contra de la santidad del matrimonio. De hecho, conocemos del mismo Apóstol maravillosas palabras sobre el matrimonio (cf. Ef 5,21-33). Se trata, entonces, de un consejo de prudencia cristiana para aquellos que aún no están comprometidos y que lo entiendan (cf. Mt 19,12b).
La prudencia cristiana se cuestionaría sobre lo que puede hacer para servir mejor al Señor. Y el espíritu de piedad va aún más allá y pregunta qué puede hacer para agradar más al Señor.
El consejo del Apóstol es sabio, porque una vida de intenso seguimiento de Cristo es un gran regalo de Dios y un ejemplo para los demás, cuando se lo vive de forma auténtica. Por ejemplo, el amor a Dios de una Santa Inés, que estuvo dispuesta a llevar su entrega a Cristo incluso hasta la muerte, puede conmovernos de tal forma que despierte en nosotros el deseo de amar al Señor como ella lo hizo. Un deseo tal debemos siempre perseguirlo, aun si nuestra situación de vida no nos permita entrar en el modo recomendado por San Pablo. De hecho, el amor ardiente a Dios no se limita a esta forma de vida, si bien representa la mejor disposición.
Hoy en día hay personas cuyas vidas han sido profundamente perturbadas. Pensemos, por ejemplo, en los matrimonios que se han roto y ya no pueden ser sanados. De pronto uno se queda solo, aunque no sea ésta la forma de vida que haya elegido. También hay otras circunstancias que podrían llevar a una situación tal. ¡Esto es trágico y doloroso!
Pero también aquí pueden hacerse eficaces las palabras de San Pablo, de forma un tanto modificada. Si uno ya no está atado como antes a una persona concreta, a la cual buscaba agradar, entonces es tiempo de encaminarse totalmente hacia al Señor. Así, la desdicha personal puede transformarse con la gracia de Dios. Entonces, la cercanía del Señor no solamente podrá sanar nuestras heridas y consolarnos; sino también darnos un nuevo rumbo, de modo que en adelante uno se ocupe principalmente de las cosas del Señor. De esta manera, no solamente descubrimos el sentido más profundo de una situación dolorosa; sino que ésta puede tornarse en fuente de una nueva alegría, que el Señor en Su bondad nos concede.