LA MEDITACIÓN

“Permaneced en mí, como yo en vosotros” (Jn 15,4).

En la contemplación nos encontramos con nuestro Padre en lo más profundo de nuestra alma y permanecemos en Él. Así lo expresan los místicos. La meditación sobre la Palabra de Dios tiene un carácter algo distinto.

Los padres del desierto hablan de que es necesario “rumiar” la Palabra de Dios. A través de su repetición constante, se nos revela cada vez más profundamente su sentido y empieza a asentarse en el alma.

Sobre la Virgen María se dice en el evangelio: “María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón” (Lc 2,19).

Cuando la Palabra de Dios impregna nuestra forma de pensar, cuando nos instruye y penetra profundamente en nuestro corazón, ella permanece en nosotros y nosotros en ella. Se nos convierte así en el criterio de todas nuestras acciones y nos comunica la guía de Dios.

Si asimilamos la Palabra de Dios a través de la meditación, ésta nos lleva a una mayor profundidad y mueve nuestra voluntad para que actuemos conforme a la Palabra. Sabemos que se trata de la Palabra del Señor; es decir, que nuestro Padre mismo está presente en ella. En el Prólogo de San Juan está escrito: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14).

Si permanecemos en la Palabra del Señor, viviendo y alimentándonos de ella, el Señor mismo permanece en nosotros y se da un constante diálogo entre nuestro Padre y nosotros. Su Palabra está siempre presente y nada sucede sin que ella nos guíe y determine el rumbo de nuestra vida.

Mientras que la permanencia en el Señor a nivel contemplativo podemos experimentarla más bien como un abrazo constante de su amor, en la permanencia a nivel meditativo el Señor estimula nuestro entendimiento y mueve las potencias de nuestra alma, para que pongamos en práctica las obras a las que nos empuja la luz de la Palabra.

Ambos aspectos de la permanencia en el Señor y de su permanencia en nosotros harán crecer y madurar al “hombre nuevo”, que “no ha nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne” (Jn 1,13); sino del “agua y del Espíritu” (Jn 3,5).