Lc 6,39-45
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos una parábola: “¿Podrá un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo por encima del maestro. Será como el maestro cuando esté perfectamente instruido. ¿Cómo eres capaz de mirar la brizna que hay en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: ‘Hermano, deja que saque la brizna que hay en tu ojo’, si no ves la viga que hay en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo y entonces podrás ver para sacar la brizna que hay en el ojo de tu hermano.
“Porque no hay árbol bueno que dé fruto malo; y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto. No se recogen higos de los espinos, ni de la zarza se vendimian uvas. El hombre bueno saca de lo bueno lo bueno del buen tesoro del corazón, y el malo, del malo saca lo malo, pues su boca habla de lo que rebosa el corazón.”
El Señor nos ofrece hoy un discurso valiosísimo. En esta ocasión, nos enfocaremos en sus palabras respecto a no juzgar.
Jesús nos enseña que debemos ser muy cuidadosos con las faltas de los demás. El Señor nos conoce muy bien a los seres humanos, y sabe que tenemos la tentación de no notar nuestros propios errores, de disimularlos, de relativizarlos y de evadirlos como mejor podamos. Por otro lado, tenemos mucha facilidad para darnos cuenta de las faltas de los demás, estando atentos al mínimo error que cometan… Incluso puede suceder que lo que más nos fastidie de los demás sea precisamente un reflejo de nuestros propios errores escondidos, de los cuales no estemos conscientes. Por eso podemos decir que el conocimiento de sí mismo nos protege de la insensatez de sentirnos superiores a los demás.
Cuando Jesús habla de ‘no juzgar’ (Mt 7,1), ciertamente se refiere a que no hemos de sentenciar o condenar a una persona. Ésta es una falta de caridad enorme, que procede de un corazón no reconciliado; un corazón que probablemente aún no ha experimentado verdaderamente ni interiorizado el perdón y el amor de Dios. Si hubiera vivido esta experiencia y tuviera autoconocimiento, no sería capaz de juzgar sin amor al otro, pues sabría cómo Dios se ha apiadado de ella y esa sería su medida para tratar a los demás.
Ésta es, pues, la clave en el encuentro con la otra persona; ésta ha de ser nuestra medida. Si la acogemos en nuestra vida, empezaremos a medir con la medida de Dios y a tratar a cada uno como Él lo hace.
Conviene hacer aquí una aclaración. Lo de “no juzgar” no significa que no debamos discernir un acto concreto, evaluando si corresponde o no a la medida de Dios. No debemos interpretar esta palabra del Señor como si tendríamos que aceptar y aplaudir todo lo que las otras personas hagan. Entonces, hemos de distinguir claramente entre el acto concreto y la persona que lo comete.
Pongo un ejemplo sencillo: alguien roba. Es un acto malo y hemos de considerarlo como tal. El juicio correcto sería entonces decir que se trata de una acción intrínsecamente mala. Sin embargo, no sabemos las circunstancias en que la persona cometió el robo: quizá no estuvo movido solamente por la avaricia sino que pasaba necesidad; quizá incluso fue forzado a robar… Por eso no debemos condenarlo para siempre como ladrón a través de nuestro juicio. Tal vez incluso haya reconocido ya su error y se haya arrepentido, y nosotros no lo sabemos.
También el ejemplo que nos pone Jesús en el evangelio de hoy debe ser correctamente interpretado. Jesús no nos dice que debemos siempre pasar por alto las faltas de los demás; sino que nos muestra la forma correcta de lidiar con ellas. De hecho, sería una falta contra el amor y contra la verdad si dejáramos que nuestro hermano siga en su error, teniendo la posibilidad de hacérselo notar. ¡Recordemos que estamos llamados a ser los “guardianes de nuestro hermano” (cf. Gen 4,9)!
Quisiera poner un ejemplo real para darme a entender mejor. Una hermana de nuestra comunidad dio consejería a una mujer que se preguntaba si abortar o no. Tras una larga conversación, finalmente decidió tener el bebé. Tiempo después, esta mujer contó que lo decisivo había sido una frase que le dijo nuestra hermana: que su decisión tenía que basarse en la verdad, en esa verdad que ella bien conocía por sus raíces cristianas; es decir, la de dejar que el niño viva. Y esta decisión debía tomarla aun en contra de la voluntad de su novio. Así, ella pudo decir SÍ a la vida de su hijo. Finalmente su novio también lo aceptó y ahora ambos están felices de tener al niño.
La esencia de lo que el Señor nos dice en el evangelio de hoy es que actuemos bajo el primado del amor. El encuentro con otras personas de afuera y con los que tenemos más cerca, ha de estar impregnado por el mismo espíritu con que Dios sale a nuestro encuentro. Podemos pedírselo constantemente a Él y permitirle que purifique nuestro propio corazón. Así, podremos encontrar la actitud adecuada frente a los demás.
NOTA: Para profundizar el tema del conocimiento de sí mismo, convendría escuchar esta conferencia: