La mansedumbre está íntimamente relacionada con la paciencia y la paz interior. De alguna manera, podríamos decir que éstas últimas son una condición para alcanzar esta actitud. La mansedumbre es un fruto del Espíritu, que no resulta simplemente de nuestra naturaleza humana; sino que va madurando como fruto de una verdadera vida espiritual. Ella posee algo triunfante y vencedor, porque los “mansos heredarán la tierra” -como nos enseñan las bienaventuranzas (Mt 5,5).
Ahora bien, ¿en qué consiste lo triunfante de la mansedumbre?
¡El mejor ejemplo nos lo da el Señor mismo, el Cordero de Dios! En todo el sufrimiento e injusticia que Él padeció por nosotros, nunca lo vemos duro o inmisericorde. El Señor, quien es la Verdad misma y también la pronuncia, no cierra su corazón; reacción que es bastante común cuando se sufre injusticia. La reacción que solemos tener nosotros, los seres humanos, es la de ponernos en actitud de auto-defensa, y no pocas veces corremos el riesgo de devolver el golpe con las mismas armas con las que fuimos atacados, de manera que el corazón se endurece.
Contemplemos, en cambio, al Señor, cuando en el Huerto de Getsemaní se encuentra con Judas, quien ha consumado ya la traición, cometiendo así una de las más profundas rupturas del amor. Aun en tales circunstancias, Jesús le tiene abierto su corazón e incluso le ofrece la conversión con este gesto: “Amigo, ¿a qué has venido?” –le dice (Mt 26,50).
También aquel verdadero discípulo de Jesús, San Esteban, mientras estaba siendo apedreado, fue capaz de orar por sus verdugos, al igual que lo hizo su Señor en la Cruz (cf. Hch 7,60).
¡Estas actitudes dan fe de la triunfante mansedumbre!
Así, podemos ver que ella no tiene nada que ver con una falsa condescendencia o con una debilidad poco viril. Antes bien, es todo lo contrario… La mansedumbre muestra una grandeza que procede del Espíritu de Dios, y que ha superado las reacciones propias de nuestra naturaleza caída. Ella mantiene el corazón abierto aun frente al enemigo, y lo mira con los ojos de quererlo ganar para el Reino de Dios.
Cuando al manso le llega el sufrimiento, le duele y lo siente, pero no se encierra en el dolor, no se deja envenenar por la injusticia padecida ni se deja provocar por las ofensas para pasar al contra-ataque; sino que mantiene su corazón abierto.
Él ha aceptado incondicionalmente el riesgo de amar, y es este amor el que no le permite endurecerse. Quien se arriesga a amar, se da cuenta que puede ser herido, y sabe también que tendrá que decidirse una y otra vez por el amor, aunque duela. Si bien puede protegerse, no puede colocarse una coraza que lo deje intocable.
El manso combatirá por la verdad, no pudiendo tolerar que ella sea lastimada. Sin embargo, no lo hará con amargura, ni estará siempre presto a atacar al enemigo y a destruirlo, incluso ofendiéndolo y pisoteando su honor. Tales actitudes le son ajenas, y son incompatibles con la caballerosidad que lo caracteriza.
También en el Combate Espiritual, el manso sabrá distinguir cuándo se enfrenta al Diablo y cuándo está tratando con una persona débil, y actuará conforme a esta diferenciación.
Ahora bien, ¿cómo podemos adquirir la mansedumbre?
En primera instancia, hemos de tener presente que se trata de un fruto del Espíritu Santo; es decir, que puede ir madurando a partir de una auténtica vida espiritual. No es que uno sea manso por tener un temperamento letárgico, uno que es difícil sacar de la calma. Una naturaleza así tiene algo embotado, apático y lento; mientras que la mansedumbre posee algo claro y luminoso.
Entonces, los caminos de seguimiento interior del Señor son particularmente importantes para percibir y llevar constantemente ante Dios todas las rebeliones de nuestra naturaleza humana: nuestra ira, nuestra impaciencia, el desasosiego en nuestro interior y todo este tipo de reacciones. Poniéndolo ante el Señor, le pedimos que apacigüe todo esto, por medio de la acción del Espíritu Santo.
Al Señor le agradará que le pidamos poder ser semejantes a Él, acogiendo Su actitud de Cordero. Lógicamente hace parte de ello el estar dispuestos a perdonar, el no encerrarnos en la posición de acusar a la otra persona, el querer superar las reacciones amargas que surgen en nuestro interior y de ningún modo justificarlas…
Dios nos dará ocasiones suficientes para aprender esta mansedumbre. Es su Corazón abierto, al que nosotros nos unimos, al que podemos presentar una y otra vez todos los campos cerrados de nuestro interior, para dejarlos tocar por Él.
Sólo para que quede bien claro: la mansedumbre no es acaso ser demasiado cobardes como para profesar la verdad; ella jamás aprobaría ni relativizaría lo que es reprochable; ella no lo toleraría todo por una débil condescendencia.
La mansedumbre, antes bien, sabrá enfrentarse a todas las situaciones al modo del Señor, de manera que, a través de la gracia de Dios, saldrá victoriosa en el amor. Esto hace que sea irresistible, y la convierte en parte esencial del camino en pos del Cordero, quien fue hallado digno de abrir el libro y sus siete sellos (cf. Ap 5,5).