Mc 4,21-25
En aquel tiempo, dijo Jesús a la muchedumbre: «¿Se trae el candil para meterlo debajo del celemín o debajo de la cama, o para ponerlo en el candelero? Si se esconde algo, es para que se descubra; si algo se hace a ocultas, es para que salga a la luz. El que tenga oídos para oír, que oiga.» Les dijo también: «Atención a lo que estáis oyendo: la medida que uséis la usarán con vosotros, y con creces. Porque al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene.»
Es muy claro lo que aquí nos quiere decir Jesús: la fe en Dios no es un asunto privado, no es de carácter esotérico y oculto. Si Jesús dice: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8,12) –¡y de hecho lo es!–, entonces esta luz debe alumbrar a todos los hombres. Si nosotros mismos vivimos en esta luz, damos testimonio de la “Luz del mundo” y con ello testificamos que Dios mismo ha venido para llamar a los hombres a entrar en su Reino.
Nosotros, como cristianos, no podemos dejarnos intimidar cuando a nuestro alrededor hay cada vez menos interés de conocer a Dios o cuando incluso reaccionan con hostilidad hacia Él. Frecuentemente, las persecuciones se ven precedidas por la pretensión de relegar el mensaje cristiano a la esfera privada. Y después de haber intentado esto, se ataca y persigue directamente a la fe y a los fieles.
Por ello, vale ser prudentes en el manejo del anuncio que nos ha sido confiado, sin olvidar jamás que debemos reconocer a Jesús ante los hombres para que Él nos reconozca ante los ángeles (cf. Mt 10,32-33). Esto aplica también para nuestros valores cristianos, como la pureza, la indisolubilidad del matrimonio, la protección de la vida desde la concepción hasta la muerte natural, entre muchos otros.
¿Cómo podrán las personas aceptar la fe si no les es anunciada? ¿Quién más que nosotros hablará a nuestros niños del infinito amor de nuestro Padre Celestial? ¿Quién consolará a los tristes? ¿Quién calmará el hambre de aquellos que están en busca de la verdad? ¿Quién llevará la luz de la fe a las naciones en tiempos de decadencia? ¿Quién lo hará sino aquellos que, aun en las más difíciles circunstancias, son testigos de Cristo?
La luz debe ser puesta sobre el candelabro –esto es lo que hoy nos enseña Jesús. ¡No tengamos miedo de dar testimonio de Él! Escuchemos, pues, con mucha atención lo que la Palabra de Dios quiere decirnos hoy y tratemos de ponerlo en práctica en nuestra vida.
Así también se cumplirá la siguiente palabra que Jesús nos dice en este contexto: “La medida que uséis la usarán con vosotros, y con creces.”
Jesús quiere dejarnos en claro que, cuando nos entregamos del todo a Dios y, en Él, a las personas, cada vez se nos dará más. Esto podemos aplicarlo fácilmente a los conceptos de la luz y del amor. Cuanto más acogemos la luz del Señor, es decir, a Él mismo; cuanto más vivimos en Él y damos testimonio de Él, tanto más crecerá Su luz en nosotros.
En cambio, si nos ocupamos solo muy poco de Dios, será también poco lo que recibamos. Si damos poco a las personas, entonces también será poco lo que recibamos.
Nos quedará aún más clara la enseñanza de Jesús si la aplicamos al concepto de amor. Si recibimos el amor de Dios y lo regalamos también a los demás, entonces el amor crecerá. Dios nos da tanto, Él distribuye Su amor con tanta generosidad, que Su único límite es nuestra capacidad de recepción. Por tanto, cuanto más se ensanche nuestro corazón en ese amor, tanto más podremos recibir y estaremos cada vez más impregnados por él.
Lo mismo sucede cuando nosotros compartimos ese amor. Nunca disminuirá; sino que, al contrario, crecerá. En cambio, si nos lo guardamos para nosotros mismos, entonces estamos en peligro de que se pierda nuestro amor, de que el corazón se enfríe, buscándose solo a sí mismo. Cuando esto sucede, es porque no se ha comprendido la esencia del amor y de la luz, pues ambos se difunden y alumbran y calientan todo.
Entonces, hoy Jesús nos invita claramente a hacer fecundo el don de la fe que nos ha sido confiado. Cada uno puede evaluar lo que esto significa concretamente en su vida. A Dios podemos amarlo sin límites, buscarlo con todo nuestro ser y permanecer junto a Él sin reserva alguna. A las personas también podemos amarlas profundamente en Dios y al modo de Dios, pero la medida de nuestra entrega a ellas debe ser la que corresponde a una creatura, a un hermano o una hermana; y no puede ser la misma medida de la entrega a Dios.
Pero ¿qué podemos hacer si todavía tenemos un corazón frío, si somos lentos en obrar el bien, si a pesar de que queremos amar no somos capaces de cumplir nuestros buenos propósitos, y terminamos decepcionados de nosotros mismos y desalentados?
Entonces partamos del punto en el que estamos. En medio de todas nuestras limitaciones y de nuestra debilidad, hagamos una declaración de nuestro amor a Dios y regalemos a nuestro prójimo un gesto de afecto.
Dios nos conoce muy bien y sabe apreciar el esfuerzo que hacemos por Él. ¡No somos perfectos! Pidámosle al Señor que caliente nuestro frío corazón, que nos ayude a superar nuestra pereza. Lamentémonos delante de Él de que quisiéramos amar más de lo que lo hacemos, que quisiéramos ser una luz que alumbre más… ¡y supliquémosle que nos ayude!
Dios se fijará en nuestra intención y no despreciará la súplica que le dirigimos en medio de nuestra debilidad.
Prestemos mucha atención hoy, como nos lo aconseja Jesús en el Evangelio, y pongámonos en camino para servir a Aquél que es la luz del mundo y para convertirnos nosotros también en luz en Él.