El tercer enemigo que puede alejarnos enormemente del camino del Señor es el mundo. Si el mundo no está impregnado por el espíritu cristiano; es decir, si no ha sido transformado y fermentado por la levadura de la que nos habla el evangelio (cf. Mt 13,33), entonces su orientación es hostil a Dios, y será, por tanto, una amenaza para nuestra vida espiritual. Lo difícil en relación a este enemigo es que se percibe muy poco su constante influencia; mientras que podemos identificar con más claridad los ataques del Diablo o las tentaciones que proceden de nuestra carne.
Tomemos como ejemplo el tema de la formación académica. No cabe duda de que se trata de un gran bien, que debería ser fomentado. Sin embargo, si empezamos a valorar a las personas de acuerdo a su nivel de formación, incluso en el entorno cristiano, entonces habremos adoptado una mentalidad netamente mundana. Estos criterios erróneos pueden adentrarse incluso en las órdenes religiosas, aun si allí se debería saber que no corresponden a nuestra fe. Por ejemplo, se mide una predicación según cuánto saber teológico e intelectual contenga, y no según llegue a los corazones de los hombres por la fuerza del Espíritu Santo, y mueva a la conversión.
Podríamos citar muchos ejemplos que recalcarían este tema… Pero el asunto se pone particularmente difícil cuando en nuestra Iglesia parecen haber cada vez más cristianos que no han superado su mentalidad mundana e incluso quieren fomentarla. ¡Qué error tan desastroso, que se opone frontalmente a las indicaciones que nos da la Sagrada Escritura, y que no es más que un indicio de que ya se ha sucumbido en la tentación del mundo!
¡Cuán distinto suenan las palabras de San Pablo que dice: “No os amoldéis a este mundo, sino, por el contrario, transformaos con una renovación de la mente, para que podáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, agradable y perfecto.” (cf. Rom 12,2)!
Para ello, nuestro pensar y nuestro actuar necesitan de la inspiración del Espíritu Santo, que puede transformarlos. ¿Cómo podríamos deshacernos de la forma de pensar y actuar del mundo, si no aprendemos a mirarlo desde la perspectiva de Dios? Esto no significa apartarnos totalmente del mundo; sino, más bien, vencerlo en Cristo (cf. Jn 16,33). Pero esto únicamente será posible cuando ya no esperemos nada del mundo para nosotros mismos, y cuando no adoptemos la jerarquía de valores del mundo, sin ningún discernimiento de espíritus.
Sí, es un reto el vivir en el mundo sin acoplarse a su mentalidad. ¿Deberíamos entonces aislarnos, como en su tiempo lo hizo el pueblo de Israel, para evitar que nuestra vida con Dios quede afectada?
Ciertamente no es éste el llamado del Señor, como resuena en el Nuevo Testamento. Sin embargo, la historia del pueblo de Israel nos deja una gran lección. Precisamente al mezclarse con los otros pueblos, fue donde surgieron las confusiones y donde tantas veces los israelitas se desviaban. En la presión de querer ser iguales a los otros pueblos, se produjo, como consecuencia, la infidelidad y la contaminación. Si los hijos de Israel no se apoyaban totalmente en el Señor, no podían ya corresponder a su vocación especial de ser Pueblo de Dios.
Nosotros, los cristianos, no podemos movernos ingenua y confiadamente en este mundo, como si no hubiese en él peligro alguno para nuestro camino con el Señor. Cuanto más adoptemos la forma de pensar y de actuar del mundo, descuidando nuestra vida espiritual, tanto mayor será el riesgo de relativizar aquellas posiciones que van contra-corriente y contradicen a la mentalidad predominante en el mundo… Esto cuenta particularmente en lo que refiere a la moral.
Sólo con un pensar y actuar renovados en Cristo, se podrá mantener la distancia necesaria frente al mundo, y sólo así se podrá impregnar este mundo, en lugar de dejarse impregnar por él.