LA LONGANIMIDAD DE NUESTRO PADRE 

“El mundo no nos conoce, porque no le conoció a Él” (1Jn 3,1b).

Podemos tener la esperanza de que, a través de un testimonio fidedigno de nuestra parte, las personas encuentren acceso al amor de nuestro Padre Celestial. Sin embargo, las palabras que hemos escuchado del Apóstol San Juan nos exhortan a ser siempre realistas. En el Prólogo de su Evangelio, San Juan escribe: “La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron” (Jn 1,5).

Como testigos de la misericordia que el Padre nos ha revelado en Cristo, nos encontramos en esa tensión de reconocer, por una parte, el amor del Padre; y, por otra parte, percibir la cerrazón que subsiste en el mundo hacia la verdad.

Pero lo que sufrimos aquí no es sino lo que Dios mismo sufre, y de Él debemos aprendar la manera de afrontarlo. En nuestro Padre Celestial, encontramos aquella longanimidad que aguarda con paciencia que los hombres se vuelvan a Él. Dios no les da la espalda, decepcionado, dejándolos a merced de sus malos caminos sin ofrecerles su ayuda. Antes bien, los llama día y noche y permanece junto a la humanidad, aun cuando ésta no quiere saber nada de Él y no lo reconoce ni a Él ni a los suyos.

Así, tampoco nosotros debemos dejarnos confundir o desanimar si experimentamos el rechazo de nuestra persona o de nuestro testimonio. Por más alejadas que estén de la verdad, podemos luchar por conquistar a las almas a través de nuestra oración y sacrificio. El alejamiento de Dios en el mundo ha de convertírsenos en un reto para penetrar aun más profundamente en el amor de nuestro Padre, de modo que nuestro testimonio pueda brillar aún más en el resplandor sobrenatural de su amor.

De esta manera, nos asemejamos mucho al Señor, que respondió a tanto rechazo, persecución y odio con el mayor manifestación de amor en la Cruz. Ciertamente para nosotros, los hombres, esto es difícil, así como es difícil hacer realidad las palabras del Señor en el Sermón del Monté exhortándonos a amar a nuestros enemigos (Mt 5,44). Pero ésta es una invitación de nuestro Padre a no detenernos en las limitaciones de nuestra propia capacidad de amar; sino a abrir nuestro corazón para que el amor divino pueda llevar a cabo en nuestra vida aquello de lo que nosotros, los hombres, no seríamos capaces por nosotros mismos.