Ecl 1,2-11
¡Vanidad de vanidades! -dice Qohélet-, ¡vanidad de vanidades, todo es vanidad! ¿Qué saca el hombre de toda la fatiga con que se afana bajo el sol? Una generación va, otra generación viene; pero la tierra permanece donde está. Sale el sol, se pone el sol; corre hacia su lugar y de allí vuelve a salir. Sopla hacia el sur el viento y gira al norte; gira y gira y camina el viento. Todos los ríos van al mar, y el mar nunca se llena; al lugar donde los ríos van, allá vuelven a fluir.
Todas las cosas cansan. Nadie puede decir que no se cansa el ojo de ver ni el oído de oír. Lo que fue, eso será; lo que se hizo, eso se hará. Nada nuevo hay bajo el sol. Si de algo se dice: “Mira, eso sí que es nuevo”, aun eso ya sucedía en los siglos que nos precedieron. No hay recuerdo de los antiguos, como tampoco de los venideros quedará memoria entre los que después vendrán.
Es muy valioso llegar a comprender que las cosas son pasajeras y no pueden llenar al hombre. El ciclo de los sucesos naturales, que es siempre repetitivo, ha de enseñarnos a levantar la mirada y buscar lo imperecedero; aquello que permanece.
Podemos meditar este texto en relación con el don de ciencia; aquel don tan especial del Espíritu Santo que nos enseña que las cosas creadas no son nada en sí mismas. Nunca pueden ser ellas nuestra meta, ni hemos de permitir que obstaculicen nuestro camino con Dios; cosa que sucede cuando tenemos una relación desordenada con ellas…
Los maestros de la vida espiritual consideran el amor desordenado a las criaturas como un riesgo significativo para el avance espiritual. Efectivamente, el avance espiritual va de la mano con el crecimiento en el amor; ¡y el primer amor ha de ser para Dios! Nuestro camino espiritual consiste en aprender a amarlo todo en Dios. Pero cuando el amor a las criaturas ocupa el lugar que le corresponde a Dios, estamos reduciendo nuestra capacidad de amar. Por eso, el Señor permite que experimentemos que las criaturas no son nada en sí mismas; sino que su valor procede únicamente de Dios.
En los procesos de purificación más profundos, Dios nos limpia de todo aquello que no ocupa el sitio que le corresponde en nuestra vida. ¡Esta purificación es obra del Espíritu Santo! Por eso, Él viene a nuestro auxilio, sobrepasando nuestros propios conocimientos y esfuerzos, para que pongamos a Dios en el primer lugar. Y lo hace a través del mencionado don de ciencia. No se trata, entonces, solamente de un conocimiento intelectual o de una conclusión que surge de la fe; sino que el espíritu de ciencia nos permite ver y experimentar desde dentro y con claridad la vanidad de las criaturas, de manera que ya no nos cabe duda alguna.
Ahora bien, si sacamos las conclusiones correspondientes a esta verdad reconocida en Dios, desprendiéndonos de todo apego desordenado a las criaturas y dándole al Señor el lugar que a Él le pertenece, entonces la belleza de las criaturas ya no nos seducirá al punto de entrar en competencia con Dios; sino que llegarán a ser un puente que nos acerca a Él, en cuanto que alabaremos la belleza del Creador en las criaturas.
En este punto, conviene que entendamos que, en los procesos de purificación, no es que Dios quiera quitarnos los goces terrenales, ni mucho menos privarnos de la alegría de vivir. ¿Cómo podría ser esa la intención de nuestro Padre?
Lo que Él quiere es liberarnos de ataduras y apegos desordenados, para que podamos seguir el llamado al amor más grande. Por eso, aunque humanamente sea comprensible, es absurdo tener miedo a los procesos de purificación. Es absurdo porque todo amor o afecto desordenado provoca sufrimiento y le dificulta al hombre llegar a la dimensión más profunda del amor y de la libertad, o lo priva por completo de ella… Nosotros, los hombres, fácilmente anteponemos lo más bajo a lo más alto. Entonces, es el amor de Dios el que nos atrae a buscar lo más noble y nos hace sentir la insuficiencia de las cosas pasajeras.
Con este trasfondo, podemos comprender la lectura del libro de Eclesiastés, sin caer en una actitud de pesimismo. El texto nos deja este claro mensaje: ¡Sólo Dios puede saciar el hambre del alma; todas las otras criaturas viven de Él! ¡Sólo la eternidad podrá darnos a plenitud el verdadero gozo y, por tanto, sólo en ella experimentaremos nuestra total realización! El camino que nos conduce a través de este tiempo es pasajero; aunque, gracias al encuentro con el Señor, puede llegar a ser un anticipo de la eternidad. Por eso, conviene que no demos a las criaturas ni al transcurso temporal de nuestra vida la atención y el amor que sólo a Dios le pertenecen.