LA LIBERTAD DEL AMOR 

“Existe un Padre sobre todos los padres, que os ama y que jamás cesará de amaros, siempre y cuando lo queráis” (Mensaje del Padre a Sor Eugenia Ravasio).

El amor de nuestro Padre Celestial está siempre ahí para nosotros y, sin embargo, hay una condición para que pueda entrar en nuestro corazón. Esta condición es nuestro querer y, por tanto, también la disposición a recibirlo y corresponder a él.

En un primer momento, puede parecer extraño que nuestro Padre lo mencione explícitamente. ¿No es obvio que queremos ser amados? En realidad, sí, porque hemos sido creados por amor y para el amor. Y, sin embargo, parece que no es tan obvio como debería ser.

Una vez encontraron a San Francisco llorando, y la razón de sus lágrimas era que “el amor no es amado”.

Entonces, ¿qué puede impedirnos acoger el amor de Dios? ¿Tal vez las ideas equivocadas que podemos tener del amor? ¿Tal vez el miedo de que nos obliguen a algo que no queremos? ¿Tal vez tememos perder algo y dejar de tener el control sobre nuestras vidas? ¿Será que ciertas experiencias negativas de amores falsos y posesivos nos impiden abrirnos al Señor? ¿O nos cierra el hecho de que aún queremos poseernos a nosotros mismos y tener las riendas en nuestras manos? ¿Será que tenemos miedo al amor?

Puede haber muchas razones que nos impiden abrirnos completamente al amor de nuestro Padre. Todas ellas tienen algo en común: son erróneas y nos impiden recibir el mayor regalo que Dios quiere darnos en el tiempo y en la eternidad.

Por su increíble delicadeza, Dios no nos fuerza a amarle. Él permanece a la puerta de nuestro corazón y toca una y otra vez. Su cortejo es siempre una invitación, que nos deja libres. Dios no nos obliga, pero sufre cuando no correspondemos a su amor, especialmente por causa nuestra.

“¡Jerusalén, Jerusalén! (…) Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus polluelos bajo las alas, y no quisiste” (Mt 23,37).