Mt 22,34-40
En aquel tiempo, los fariseos, al enterarse de que Jesús había hecho callar a los saduceos, se reunieron en grupo. Entonces uno de ellos, que era experto en la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?” Él le dijo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente.
Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas.”
Es importante tener presente el orden de los mandamientos, para actuar de acuerdo a esta jerarquía. El primero y más importante de los mandamientos es amar a Dios. Éste es el factor decisivo para que el hombre corresponda al orden fundamental de su existencia.
El cumplimiento del primer mandamiento es la principal misión en la vida, y sólo en la eternidad alcanzará toda su plenitud.
Se trata de un mandamiento y no de una opción, con lo que el Señor nos da a entender que su cumplimiento es indispensable para llevar una vida conforme a la verdad. Lo mismo sucede con todos los otros mandamientos. Es cierto que el hombre puede abusar de su libertad, incumpliendo los mandamientos y actuando en sentido contrario; pero entonces no vive en verdad, sino que cae en las tinieblas.
El evangelio de hoy nos hace notar que el primer mandamiento supera a todos los demás en importancia. Por eso la pregunta decisiva en nuestra vida es: ¿Cómo puedo amar más a Dios? ¿Cómo puedo corresponder mejor a su infinito amor? ¿Qué debo hacer para que todo mi corazón, mi alma y mi mente le pertenezcan sólo a Él?
Podemos darnos cuenta de lo esencial que son estas preguntas, y, en la luz de Dios, debemos planteárnoslas una y otra vez y examinar nuestra conciencia. ¡Con cuánta facilidad nos dejamos cautivar por cosas sin importancia y apegamos nuestro corazón a cosas transitorias! ¡Con cuánta facilidad permitimos que las relaciones humanas desordenadas cobren tal importancia en nuestra vida que limiten nuestra entrega a Dios!
Además de la meditación diaria de la Palabra de Dios, la recepción de los sacramentos y el cumplimiento de los mandamientos, también en su sentido espiritual, es importante permanecer en un diálogo íntimo con Dios. Podemos acercarnos a nuestro Padre Celestial sin temor, y preguntarle: “Señor, ¿cómo puedo servirte mejor?, ¿cómo puedo convertirme en motivo de alegría para ti?, ¿qué es lo que más te agrada?” ¡Podemos estar seguros de que Él nos transmitirá su respuesta de forma que podamos comprenderla!
Tal vez nos responda así: “Lo que más deseo es que confíes en mí, para que sepas que puedes contar siempre con mi amor. Mi mirada de amor está siempre puesta en ti, y ésta debe ser tu seguridad. Si supieras cuánto te amo, podrías simplemente abandonarte en mis brazos, y comprenderías cada vez mejor cómo yo guío tu vida; sabrías cuál es la misión que has de cumplir y entenderías cómo puedo yo glorificarme en tu vida.”
Nuestro amor a Dios tiene un carácter de respuesta; es decir, que es una correspondencia a la invitación de su amor: “Nosotros amamos, porque Él nos amó primero” (1Jn 4,19). Por eso la primera respuesta al cuestionamiento de cómo podemos amar más a Dios, sería sumergirnos en el amor de Jesús, dejándonos amar por Él. Una clave para ello es la contemplación de la Cruz del Señor, en la que Él dio su vida por nosotros. Aunque nuestros sentimientos no se enciendan y tengamos la impresión de que esta meditación no nos está llevando a nada, podemos simplemente agradecerle al Señor por su amor, pues la fe nos asegura que fue ésta su motivación. La comunión frecuente en la Santa Misa, seguida por una verdadera acción de gracias, es también una manera de ir derritiendo el hielo de nuestro corazón.
Intentemos, además, acoger nuestra vida con gratitud, viéndola desde la perspectiva de Dios. A través de la gratitud, podremos notar cada vez más claramente su amor en todo.
Finalmente, podemos acudir al Espíritu Santo en este proceso de descubrir cada vez más el amor de Dios, pidiéndole que Él remueva todo lo que aún nos impide acoger este amor. Vale aclarar que, para ello, el requisito indispensable es la seria decisión de estar verdaderamente dispuestos a deshacernos de todo aquello que aún limita la entrega de nuestro corazón, de nuestra alma y de nuestra mente. Entonces Dios nos guiará por un camino que nos hará crecer día a día en el amor.
Al esforzarnos por cumplir este primer mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas, nos encontramos también con nuestro prójimo, a quien aprendemos a amar con el mismo amor de Dios. Para ser capaces de amar al prójimo como a uno mismo y cumplir así el segundo mandamiento del que nos habla el Señor, no bastará el amor humano. Es el amor divino el que nos enseña a amar al prójimo como imagen de Dios, mucho más allá del afecto emocional, de simpatías o antipatías. En nuestro camino de seguimiento del Señor, este amor divino nos impregna cada vez más e integra también nuestro amor humano, una vez que ha sido purificado. ¡El amor divino nos enseña a amar al prójimo en Dios! De esta manera, podremos cumplir los dos mandamientos más importantes, de los que penden toda la Ley y los Profetas.