“Los reyes de la tierra, los magnates y los tribunos, los ricos y los poderosos, todos los hombres, esclavos y libres, se escondieron en las cuevas y en las rocas de los montes. Y les decían a los montes y a las rocas: ‘Precipitaos sobre nosotros y ocultadnos de la vista del que está sentado en el trono y de la ira del Cordero, porque ha llegado el gran día de su ira, y ¿quién podrá resistir?’”
Este pasaje descrito en el Apocalipsis tiene lugar después de que el Cordero abriera el sexto sello del libro, produciéndose nuevas plagas apocalípticas.
Son tiempos de la justicia de Dios, designados aquí como “el gran día de su ira”. No puede haber verdadera misericordia sin justicia, y la transgresión de los mandamientos de Dios atrae su “ira”, si no se da una conversión y reparación. Nadie puede escapar al justo Juicio de Dios. El Apocalipsis describe que incluso los mártires, que dieron su vida por el Señor y están para siempre con Él, claman a Él para que haga justicia (Ap 6,10).
“Ha llegado el gran día de su ira, y ¿quién podrá resistir?”
Nadie puede ocultarse de la vista de nuestro Padre Celestial y de la “ira del Cordero”. En efecto, ¿por qué habríamos de escondernos? La mirada de nuestro Padre Celestial está siempre llena de amor, buscando atraer hacia sí aún al más empedernido pecador. La sangre del Cordero está siempre a nuestra disposición para lavarnos de nuestros pecados, y el Señor se vale incluso de las plagas para llamar a los hombres a la conversión.
Entonces, ¿qué razón hay para temer?
Los hombres pueden cerrarse deliberadamente a Dios y negarse a la conversión. Aun en estos casos, nuestro Padre sigue mirándolos con amor. Pero sus corazones se han cerrado a tal punto que esta mirada amorosa ya no puede alcanzarlos. Pensemos en Judas Iscariote. Incluso después de haber consumado su traición, el Señor todavía se dirigió a Él como “amigo”: “Amigo, ¿a qué has venido?” (Mt 26,50). Pero este gesto ya no pudo tocar a Judas. Se había convertido en presa de Satanás y ya no podía abrirse al amor que el Señor le ofrecía incesantemente.
¿Y qué decir del amor de nuestro Padre por todos los hombres? Cuando los hombres se obstinan en el pecado, queda sin corresponder e incluso es rechazado. Entonces la persona misma atrae sobre sí el juicio y cae bajo la “ira de Dios”.