«La Iglesia debe impregnar el mundo y no dejarse impregnar por él» (Palabra interior).
Nosotros, los fieles, estamos llamados a atestiguar al mundo el amor de nuestro Padre a través de nuestras palabras y de todo nuestro ser. Las palabras de Jesús son muy claras: «Vosotros sois la sal de la tierra» y «Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5, 13-14). Si la Iglesia se adapta al mundo y adopta su mentalidad y sus costumbres, pierde precisamente esa luz que da testimonio de Dios y que debería iluminar a los hombres. Así, éstos quedan privados de una orientación que vaya más allá de lo que es habitual en el mundo. Entonces, la sal se vuelve sosa. ¿Quién quiere prestar oído a una Iglesia que se ocupa principalmente de asuntos políticos y sociales, y cuya voz está perdiendo la fuerza profética capaz de despertar a las personas? ¿Quién quiere escuchar a obispos que hablen como políticos y a sacerdotes que actúen como psicólogos?
Es lamentable que la mundanización de la Iglesia haya avanzado tanto, pero debemos tomar consciencia de ello. Por eso, hemos de volver a las fuentes y profundizar cada día en nuestra relación con el Padre celestial. El Evangelio nos señala el camino a seguir. Por eso, debemos interiorizar profundamente las palabras de Jesús y meditarlas en nuestro corazón, como hizo la Virgen María (cf. Lc 2,19). Sus palabras son nuestro criterio, no lo que piensa el mundo. Si queremos descubrir la voluntad de Dios para nosotros, debemos acatar este buen consejo que nos da Edith Stein: «Lo que Dios quiere de ti solo lo descubrirás cara a cara con Él».
Jesús nos deja claro que, aunque estemos en el mundo, no somos del mundo (cf. Jn 17,16). Si lo olvidamos y perdemos esta distancia, ya no podremos ofrecer el testimonio convincente de una vida que apunte a lo esencial. Entonces, nos perderemos fácilmente en el ajetreo de la vida natural y ya no podremos tenderle a nadie el salvavidas que le ayudaría a llegar a la tierra prometida.