Revelación de Jesucristo, que le fue confiada por Dios para que manifestase a sus siervos lo que ha de suceder pronto. Él envió a su ángel para dárselo a conocer a su siervo Juan, que ha dado fe de la palabra de Dios y del testimonio de Jesucristo: de todo lo que vio. Dichoso el que lea y dichosos los que escuchen las palabras de esta profecía y tengan en cuenta lo escrito en ella, porque el Tiempo está cerca.
Juan, a las siete iglesias de Asia: “Gracia y paz a vosotros de parte de Aquel que es, que era y que va a venir, de parte de los siete Espíritus que están ante su trono.” Escuché al Señor que me decía: “Al ángel de la iglesia de Éfeso, escríbele: Esto dice el que tiene las siete estrellas en su mano derecha, el que camina entre los siete candeleros de oro. Conozco tu conducta: tus fatigas y tu paciencia. Sé que no puedes soportar a los malvados y que pusiste a prueba a los que se llaman apóstoles sin serlo, hasta que descubriste su engaño. Tienes paciencia, y has sufrido por mi nombre sin desfallecer. Pero debo decir en tu contra que has perdido tu amor primero. Date cuenta, pues, de dónde has caído; arrepiéntete y vuelve a tu conducta primera.”
Las palabras del libro del Apocalipsis están vinculadas a una promesa especial, como hemos escuchado en la lectura de hoy: “Dichosos los que escuchen las palabras de esta profecía y tengan en cuenta lo escrito en ella, porque el Tiempo está cerca.”
¡El tiempo está cerca! Si esta afirmación fue dicha hace ya tanto tiempo, significa que ahora está aún más cerca el momento de la consumación de toda la historia de la salvación.
En la lectura de hoy, hemos escuchado las palabras que el Señor glorificado le dirige a la iglesia de Éfeso, una comunidad cristiana en la que San Pablo estuvo evangelizando durante dos años. Algunos suponen que también el Apóstol Juan vivió en Éfeso junto con la Virgen María. De hecho, el historiador Eusebio menciona que Juan, después de haber estado en la isla de Patmos, habría muerto en Éfeso durante el gobierno del Emperador Trajano (98-117 d.C.).
En primera instancia, escuchamos el elogio que destaca los lados positivos de esta iglesia. Si bien las palabras se dirigen al así llamado “ángel” de cada iglesia –que algunos exégetas han identificado con los responsables de la comunidad–, ciertamente podemos aplicárselas a la comunidad en general.
El Señor le hace un elogio a la iglesia de Éfeso por todas sus buenas obras, y se mencionan muchos aspectos dignos de imitación… Podríamos preguntarnos qué más podría faltarle a una comunidad así, y cómo es que después de tal elogio viene un reproche tan fuerte de parte del Señor, hasta el punto de advertirle que, si no se arrepiente, le retirará su candelero (v. 5b). Algunos exégetas suponen que la iglesia de Éfeso habría sido un modelo a seguir para las otras comunidades de Asia Menor; es decir, que poseía una cierta primacía a nivel espiritual.
Entonces, ¿qué pudo haber sucedido? Después del elogio que recibe en la primera parte, es imposible creer que la comunidad hubiese recaído en el culto a la diosa Artemisa, que era usual en Éfeso. Pero entonces, ¿qué significa perder el amor primero?
Cuando hablamos del “primer amor”, solemos relacionarlo con ese fuego especial que arde en un corazón por otra persona; un fuego que puede envolver a la persona entera. En este caso, se refiere al fuego por Dios, quizá el fervor de la primera conversión, el ardor de este amor… Ésta es una luz especial, que no solamente fortalece a la voluntad para hacer el bien; sino que lo penetra todo y todo da testimonio de este amor. El primer amor suscita una extraordinaria vigilancia del corazón, que ha de desembocar en un amor duradero, que mantenga siempre esta actitud; si bien a lo largo del camino puede ir tomando diferentes expresiones…
En este contexto, es importante el concepto “vigilancia del corazón”, que significa que éste está particularmente conmocionado…
Pero ahora puede suceder que esta “vigilancia del corazón” –de la cual brotan las resplandecientes obras de la fe– va cediendo con el paso del tiempo, cuando el amor no es cultivado como se debe. Entonces, aunque aún se practiquen aquellas buenas obras y actitudes que se mencionan en el elogio del Señor, ya no arde ese fuego especial del primer amor. Las obras ya no irradian ese particular calor del amor. Quizá se ha reducido el fervor por el camino de la santidad; aquel celo que, día a día, se esfuerza por crecer en el amor…
Una vocación religiosa o sacerdotal podría servirnos como ejemplo. El primer amor se había apoderado de la persona llamada de tal manera que estuvo dispuesta a dejarlo todo atrás para seguir sólo al Señor. El ardor de ese amor estaba tan encendido que le daba la disposición de vencer todo impedimento, de abandonar realmente el mundo y de pertenecerle por entero a Dios. En este primer amor, vivía “a la altura” de su llamado y se convirtió así en una lumbrera.
Pero, a lo largo del camino, uno no estuvo lo suficientemente vigilante y empezó a ser descuidado. El camino de la santidad le parecía demasiado exigente. Uno volvió a instalarse más en las realidades terrenales de esta vida, cediendo a los deseos de su naturaleza humana y descuidando el camino de una prudente ascesis. La oración se la realizaba sólo conforme a las obligaciones y se empezó a dar cada vez más cabida a cosas innecesarias… No es que uno haya abandonado el camino, ni mucho menos apostatado. Se siguen cumpliendo las obligaciones; pero el corazón ya no está totalmente presente. Así, el esplendor de un tal camino se va palideciendo y se desvanece el ardor en el corazón.
Éste podría ser el estado al que se refiere el Señor en su reproche: es la pérdida del primer amor, al que es necesario volver para que el camino de seguimiento vuelva a tener aquel brillo y nobleza que son propios del primer amor. ¡Las palabras del Señor glorificado nos muestran que es posible!
Por tanto, en una sincera auto-reflexión, hemos de reconocer dónde quizá ha decrecido nuestro amor; qué es lo que podemos hacer para volver a despertar plenamente; cómo podemos recuperar el celo por el Señor y su Reino… ¡Esto es posible! Tal vez inicialmente tengamos que “ponernos al día”, por así decir, recuperar lo perdido… Así, el texto de hoy se nos convierte en una invitación a dirigirnos de todo corazón al Señor, presentándole ese corazón que quizá se ha enfriado, para que Él lo toque con el Espíritu Santo. También la pereza y la indiferencia de nuestro corazón han de ser tocadas por el “fuego del amor”, que es el Espíritu Santo mismo.
Vemos que el Señor glorificado, que retornará al Final de los Tiempos, tiene en vista a los Suyos. Es Su amor el que nos hace notar no sólo lo que hacemos de bueno; sino también lo que nos falta y dónde estamos en peligro. Pero Él no sólo es el Maestro que nos forma con sabiduría; sino también Aquel que nos da la fuerza para corresponder mejor a Su llamado. ¡Es el Señor, y no solamente un hombre!