Ef 4,1-6
Hermanos: Yo, prisionero por el Señor, os exhorto a que viváis de una manera digna de la llamada que habéis recibido: con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu mediante el vínculo de la paz. Pues uno solo es el cuerpo y uno solo el Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos.
Desde su prisión, que el Apóstol de los Gentiles sufre por causa de Cristo, exhorta a la Comunidad a vivir conforme a la dignidad de su vocación. Ésta es una exhortación muy profunda, que nos exige examinar una y otra vez nuestra vida ante Dios. Así, evitaremos toda ligereza y frivolidad, en las que podríamos caer si olvidamos esta advertencia.
Ciertamente esto no significa que, en todo cuanto hagamos, debamos estar tensos y cuidándonos escrupulosamente de no hacer nada mal. Tal actitud contradiría la libertad de los hijos de Dios y reduciría la alegría de vivir. Aquello a lo que nos llama San Pablo, en cambio, corresponde al don de temor de Dios –que no quiere hacer nada que pudiese ofender al Señor– y al de piedad –que busca complacer a Aquel que nos ha regalado esta vocación. La conciencia de que nuestra vida y, aún más, nuestra fe cristiana son un regalo que nos ha sido concedido, será una gran ayuda para adentrarnos en la humildad, que es tan importante para un sano desarrollo de nuestra vocación.
De ahí que nuestro querido Apóstol Pablo la mencione como primera de las virtudes que hemos de vivir.
La humildad no tiene nada que ver con servilismo ni con una sumisión artificial en una actitud de esclavos. Antes bien, se trata, en primera instancia, de reconocer simple y sencillamente que nuestra misma existencia y todos los dones necesarios para subsistir los hemos recibido. Toda persona fue un día una pequeña e indefensa criatura en el seno de su madre, y no aportó en nada a su existencia. Este reconocimiento de la realidad ha de definir el tono básico de nuestra vida. Y si, en este contexto, a alguien le da la sensación de que entonces no vale nada, sepa que su misma existencia es un acto de amor de nuestro Padre Celestial. De ahí nos viene nuestra verdadera dignidad: ser creaturas amadas por Dios. Si asimilamos profundamente este doble conocimiento, entonces debería surgir como fruto la humildad.
El reconocer y poner en práctica la realidad como Dios la dispuso para nosotros profundiza la humildad, pues ahora, como próximo paso, hemos de notar que es Él quien establece los parámetros bajo los cuales ha de desarrollarse esta vida que nos ha encomendado. Él nos da las leyes de la naturaleza y Sus Mandamientos, que regulan nuestra vida. También éstos son un regalo que nos ha sido concedido. Reconocerlos y observarlos será nuevamente un acto de someterse a la realidad, mostrando que nosotros no poseemos por cuenta propia la clave para la verdadera vida.
La humildad puede profundizarse aún más al encontrarnos con el acontecimiento de la Redención. ¡Nuevamente es un regalo! El hombre no puede desprenderse por sí mismo de las ataduras del mal, ni liberarse de la muerte y del pecado; sino que necesita un Salvador. Al cobrar conciencia de esto, la humildad –acompañada de la gratitud– echará raíces aún más profundas, viendo que el Señor no nos deja a merced de nuestra imperfección, de nuestra inclinación al mal, de nuestro egocentrismo; sino que Él mismo se abaja hacia nosotros en una incomparable humildad y nos redime en la Cruz (cf. Fil 2,6-8).
Y esta virtud resplandecerá aún más si nos fijamos en nuestra vocación… Al igual que en todo lo demás, no somos nosotros mismos quienes la merecemos; sino que Dios nos la concede. Ya no somos sólo creaturas Suyas, sino llamados a vivir como Sus hijos y a testificar Su amor en el mundo. Para cumplir esta vocación, nuevamente estamos necesitados de Su ayuda y de Su gracia, que Él nos ofrece incesantemente. Al reconocer agradecidos todos estos hechos, sigue moldeándose nuestra humildad. Así, nos sometemos gustosamente a Nuestro Padre, alabando Su grandeza y bondad.
De esta manera, podemos comprender y poner en práctica las palabras de San Agustín, quien decía que la humildad significa someterse al Superior, y que de ahí surge la verdadera grandeza. La soberbia, en cambio, se enaltece a sí misma y, por tanto, termina humillada (cf. Lc 14,11).
El camino a la humildad que he descrito es sencillo: se trata de cobrar conciencia de la realidad dada por Dios y aceptarla. A mi parecer, es un camino orgánico, que todos pueden recorrer. De esta manera, la humildad crece en lo escondido hasta convertirse en una preciosa flor en el jardín del Señor, que, a su vez, actúa como motivación para luchar con todas nuestras fuerzas por aquello que Dios nos ha confiado y que ha de ser nuestro aporte para Su Reino. Una vez más, será el Señor quien se encargue de todo lo que sobrepase nuestras fuerzas. ¡Que Él sea alabado en todo!
NOTA: Este tema también está desarrollado en la siguiente conferencia del Hno. Elías: