Fil 2,5-11
Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo, el cual, siendo de condición divina, no reivindicó su derecho a ser tratado igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo. Asumiendo semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre, se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es el Señor para gloria de Dios Padre.
Es el gran camino de la humildad que el Señor recorrió por nosotros al rebajarse a Sí mismo.
¿Qué fue lo que le movió a dejar atrás Su gloria para venir a nosotros? En primera instancia, con este abajamiento Jesús testifica Su amor al Padre Celestial. El gran deseo del Corazón de Jesús es que reconozcamos el inmenso amor del Padre, para que el Padre sea glorificado a través de nuestra vida así como lo fue a través de la Suya. Así, el Señor nos muestra el sentido de nuestra existencia: glorificar a Dios con nuestra vida.
¿Qué significa eso? Simplemente dar testimonio de la bondad de nuestro Padre ante la Iglesia Celestial y ante el mundo entero. Todos han de escuchar cómo es Dios, todo lo que Él hace por nosotros y la gran alegría que es servirle a Él. Ya en el Paraíso fue atacada esta verdad, cuando el Diablo puso en duda la bondad de Dios (cf. Gen 3,1-5). ¡Cuántas criaturas Suyas viven en confusión respecto a Dios, y no pueden comprenderlo a Él ni a Sus caminos de salvación! No despiertan a su dignidad de hijos de Dios…
Nosotros estamos llamados a cooperar para sacar a las personas de su confusión, para que, a través de nuestro testimonio, vean la belleza de una vida con Dios.
Ciertamente Dios no necesita que lo glorifiquemos; pero somos nosotros los que, al hacerlo, nos adentramos en la realidad de la existencia, y así somos nosotros los receptores.
Y entonces, al igual que Jesús, hemos de ir en busca de los hombres, a través de todos los caminos posibles; hacernos “todo para todos” –como dice San Pablo en otra parte (1Cor 9,22), para ganar a cuantos podamos para el Reino de Dios, pues todos los hombres han de doblar la rodilla ante el Nombre de Jesús, en quien se manifestó el amor salvífico de Dios. También toda lengua ha de confesar “que Cristo Jesús es el Señor para gloria de Dios Padre”.
Ésta es una indicación muy importante de la Sagrada Escritura, que nos muestra algo del plan salvífico de Dios. Si se abandona este objetivo, se está descuidando el encargo misionero.
También aquí se requiere humildad, pues, de hecho, es humildad seguir las indicaciones del Señor y no abstenerse del verdadero anuncio o modificarlo por respetos humanos o por ideologías o concepciones propias.También los musulmanes y los judíos, así como todos los demás, están llamados a confesar al Señor y a doblar ante Él la rodilla, habiendo recibido la Buena Nueva por parte de la Iglesia. Por tanto, no es que sea soberbia ni arrogancia insistir en que Jesús es el único Redentor y en que la Iglesia es necesaria para la salvación. Antes bien, servir a la verdad es humildad. Al hacerlo, hay que contar con que hoy en día incluso en la misma Iglesia esto podría ser considerado como retrógrado y anticuado. ¡Qué tremendo error! ¡Como si el Señor se hubiese equivocado!
Fijémonos brevemente en el evangelio de hoy (Lc 14,15-24), en el que escuchamos el triste hecho de que los huéspedes invitados no pudieron entrar al Banquete en el Reino de Dios. Habían antepuesto otras cosas, y todos presentaron una excusa para no aceptar la invitación.
Ciertamente este texto ha de interpretarse en primera instancia en relación a los judíos, y especialmente a los jefes religiosos de aquel entonces, que no acogieron la invitación del Señor.
Pero podemos ver más allá, y aplicárnoslo también a nosotros, los católicos. Nosotros hemos sido invitados de forma especial, porque Dios nos dio la gracia de haber crecido en la verdadera Iglesia o de haber hallado el camino a Ella.
Así, se nos presentan aquí dos puntos esenciales:
- La invitación de Dios hay que aceptarla a toda hora y en todo lugar.
- Hemos de procurar, en la medida de nuestras posibilidades, que la casa se llene de convidados.
Pero, ¿quién creerá si no se proclama la fe? (cf. Rom 10,14-15)