LA HUMILDAD DE DIOS

“Mira, ¡pongo en el suelo mi corona y toda mi gloria, para tomar la apariencia de un hombre común!” (Mensaje del Padre a Sor Eugenia Ravasio).

Con todos sus gestos y palabras, con todas sus acciones y gracias, nuestro Padre quiere dársenos a conocer. Así como la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, su Hijo amado –Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero– adoptó la condición humana, también Dios Padre se muestra a Sor Eugenia en una apariencia que ella pudiese comprender. Así lo describe ella:

“Después de haber tomado la apariencia de un hombre común, poniendo a sus pies su corona y su gloria, tomó el globo terráqueo, apoyándolo contra su corazón con la mano izquierda. Entonces se sentó a mi lado.”

Hace parte de la grandeza de Dios el hacerse pequeño para darse a entender a sus criaturas. Con justa razón, podemos hablar de la “humildad de Dios”. Ésta resplandece aún más en cuanto que el Padre no está sometido a nada ni a nadie, sino que se abaja a nosotros por un amor totalmente desinteresado. Nuestro Padre viene para agasajarnos. Si nosotros acogemos el don de la vida eterna que nos ofrece, esto se convierte en un regalo para Él también, porque su amor nos habrá tocado. Entonces nuestro Padre estará con nosotros por toda la eternidad y se nos revelará como nuestra verdadera bienaventuranza.

Todo esto se refleja visiblemente en la vida de Jesús, “el cual, siendo de condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de esclavo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil 2,6-8).

¡El amor de Dios se dona! No hay camino que le parezca demasiado largo, ni valle demasiado profundo, ni esfuerzo demasiado grande.